Ayer murió Patricia Laurent Kullick, una de las escritoras con más talento de su generación y, sin duda, la más importante de esta época en Monterrey. No sé si ella lo sabía. No sé si le interesaba. Yo creo que solo le interesaba en la medida en la que la vida cotidiana se lo permitía. Se dedicó a la escritura como los verdaderos escritores y/o escritoras, dedicándole tiempo a pesar de todo, con lecturas, ofreciendo talleres, teniendo siempre el diálogo interno y externo por los libros y la ficción. Siempre fue la gran Patricia Laurent Kullick. La recuerdo como la más amistosa y hospitalaria en aquel grupo que formó con Héctor Alvarado, Dulce María González, Mario Anteo y otros. Desde lejos y desde mi ingreso a ese medio, los veía y todos ellos tenían esa aura de escritores de verdad, de alguna manera ya consagrados en una comunidad que los recibía como, acaso, el primer grupo profesional de escritores locales. Como pronto me integré al otro grupo de escritores de la ciudad, El Panteón, tuve pocos roces con ellos, aunque sabía de sus reuniones en el bar Reforma, esa larga mesa en donde todos los ¿viernes? ¿martes? no lo recuerdo, se reunían a beber y charlar. En donde, por decirlo de alguna manera, oficiaban. Yo sé que ellos dirán que no, pero ya para entonces, entre los más jóvenes, eran míticos. Hace algunos años, en la UANLeer, tuve la oportunidad de programar una mesa para que hablaran del grupo. Pero Paty siempre fue Paty. Me tocó estar ahí cuando le dieron el Premio Nuevo León de Literatura, pero después me marché de la ciudad y poco volví a topármela. Luego supe que ya no se reunían, que toda la ciudad había caído en una especie de marasmo cuando ambos grupos se habían desintegrado. Volví a verla a mi retorno a Monterrey, volví a invitarla a eventos, la llevé a una prepa, regalé sus libros en clubs de lectura, publiqué un libro suyo. En fin, intenté estar lo más cerca posible. Generosa como pocas, claridosa como menos personas, ella siempre supo estar en su propio centro aunque éste fuera caótico. No tuvo buenas aventuras editoriales y es la lástima, porque solo de recordar tres o cuatro cuentos suyos me reconfirman su genialidad. tal vez habrá otros ahora, a quienes les corresponderá ese trabajo, de mantener su obra viva. Ojalá encuentre, en la ausencia, muchas más manos que mantengan con vida su obra. Adiós, Paty, siempre te recordaré bailando en una cantinilla miserable del centro histórico de la Ciudad de México, buscando animar un ambiente que era demasiado intelectual para ti.
Instinto Contagioso
Antonio. Me sobrevivo en vela, mereciendo que al corazón me apunten al matarme. Bonifaz Nuño
jueves, noviembre 03, 2022
martes, noviembre 01, 2022
A veces me pregunto de qué sirve escribir todo esto. Es decir, dejar un registro, una memoria. ¿A quién le importaría? Es un ejercicio del ego, porque pasado cierto tiempo, una vez perdidas las lecturas por morbo o por ansiedad, todas estas palabras caerán en el olvido. Hoy, una escritora joven, afirmó que ser escritor es en realidad una forma de fracasar. Claro, me pregunté entonces el tipo de fracaso que soy y, también, por qué debía de tomar con una verdad esas declaraciones. Es decir, escribir es un buena medida lo que me mantiene en el mundo. Cuando he intentado hacer otras cosas, la escritura se resuelve o se impone. Tuve un sueño una vez, en donde alguien me hacía pasar solo por un burócrata, por decir una profesión, pero luego le insistía: no, pero también escribo, como si eso me separara del mundo. De alguna manera lo es. Aun y cuando no le he dado demasiada ideología a mis palabras ni demasiado contexto ni intelectualidad, mis palabras han sido: son. Son en la medida en la que también estoy vivo. Cuando muera pasarán al olvido, a diferencia de la de algunos de mis contemporáneos. Tal vez por eso sigo escribiendo, para ser este fracaso que me separa de otros fracasos.
sábado, octubre 29, 2022
Esta semana estuve en Tampico, en la primera Feria Universitaria del Libro que organiza la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Fue un gran evento para ser el primero de tu tipo. Cada feria guarda también la imaginación de quien la organiza: la manera de recibir a los visitantes, el orden de los expositores, los espacios de recorrido, todas las pequeñas cosas que hacen que alguien sepa que hay un propósito y un cuidado. En la FUL en particular, encontré un techo adornado con libros que colgaban, un pasillo con imágenes de cuadros que reproducían proyectores y permitían el pase del área de oferta para adultos, por decirlo de alguna manera, al área infantil y de novela gráfica. El espacio de novela gráfica, si bien estaba algo desorganizada y no tenían el soporte de stands de otras áreas, era muy atractivo, con diversos espacios para que los lectores jóvenes pudieran interactuar con pantallas y otros chicos. El programa además, hacía énfasis: días de cosplay, de novelas gráficas, de ánime, etcétera. El área infantil, si bien era pequeña, tenía buenas editoriales, no solo las del FCE, sino también andaba por ahí Tecolote. Otra sorpresa fue, en el área de expositores de adultos, encontrarme con el stand de Jus, además de los usuales: Planeta, Random House. Era evidente que era la primera feria, ya que había demasiadas personas, supongo que en el futuro podrán generarla con menos personas detrás de los eventos. Había espacio para entrevistar a los autores y se veía que los medios de la ciudad hicieron su chamba: me refiero a que sí entrevistaban a los autores invitados. En fin, que mucha hospitalidad, muy buena vibra. Espero que la feria dure muchos años y se convierta en algo sensacional para esa comunidad de Tampiqueños.
domingo, octubre 09, 2022
Me gusta escribir y lo que ello conlleva cuando por terquedad y generosidad empiezas a hacerte de un sitio en el mundo y la comunidad literaria, pero cada cierto tiempo lo odio también. Me dan pereza las cenas de celebridades, la necesidad de encontrarse o conocer a otros escritores, la búsqueda de la nota en prensa. A veces veo con ternura a quienes se empeñan demasiado en eso, en "ser escritores", asistir a veladas, reunirse con otros colegas para domesticar la soledad del gremio o maquinar el futuro, claro, un futuro, donde ellos y ellas triunfan. Tal vez es algo de la edad, creo. Cuando era más joven, cómo deposité el tiempo en estas cosas, seguía blogs de gente que hablaba de literatura, intentaba relacionarme con los demás. Incluso ahora, lo mantengo, aunque mucho más dosificado, pues porque los otros también, pues igual y tienen sus intereses e intenciones. Ya no quiero trabajar con gente que se dé de ínfulas o que, aunque tenga mucho prestigio, nos las haga de fastidio la vida. Anoche, por ejemplo, asistí a una de esas cenas de la comunidad, en la que iban a estar muchos, muchos escritores. En el pasado habría estado feliz y me hubiera querido colar o permanecer hasta que se tocara la última pieza. Pero anoche, no. Recordé, para empezar, que yo no estaba invitado a la velada, pero a última hora había sido necesario ir en representación de alguien más; luego, me tocó ver todo el desfile de vanidades y aunque había dos o tres personas con las que realmente quería charlar, poco a poco me di cuenta que podía irme. Así que me fui tras la entrada. Creo que es un triunfo del yo viejo sobre el yo joven.
sábado, octubre 08, 2022
Entré al Centro Mexicano de Escritores a finales de febrero del 2002. La cita de apertura fue en un restaurante famoso por su comida veracruzana, al sur de la ciudad de México, sobre la avenida Miguel Ángel de Quevedo. Eran mis primeros días en la capital del país, así que no sabía aún, bien a bien, cómo moverme por la ciudad aunque el metro realmente conduce a casi todos lados. La mesa donde nos recibieron tenía galones de fiesta, un fotógrafo nos pidió posar antes de sentarnos a ella. Ahí conocí a Marthita, la eterna secretaria de la maestra Griselda Álvarez, directora del centro, quien para esas fechas ya no salía mucho de su casa por una enfermedad que terminaría con sus días. No tardé en reconocer a los otros becarios: al igual que yo, estaban entre cohibidos y esperanzados de lo que iba a suceder. En la tardeada Marthita nos presentó con el resto de los patronos del CME: líderes empresariales que daban el dinero para el sustento del proyecto, que a mi fecha de arriba ya tenía 52 años de existencia. La comida fue amable, relajada. Era un año atípico para el CME, porque de los seis becarios, solo dos radicaban en la Ciudad y el resto proveníamos de otros sitios: Nora venía de Xico todos los miércoles, Socorro y Manuel viajaban desde Morelos y yo arribaba desde Monterrey. Con esa comida inició uno de mis años más curiosos, solo por ser novedoso, en mi vida. Las sesiones eran los miércoles, en la pequeña casa de dos plantas, con un jardín pequeño pero bien cuidado al frente. En el muro que servía de reja, cerca de la entrada, había una placa con el nombre del centro, aunque en la entrada a la construcción había una más que anunciaba las becas Juan José Arreola, que tenían otro público, aunque al final todos los que entrábamos ahí era para lo mismo: escribir. La casa tenía muebles viejos, de maderas demasiado pulidas ya por los años. Había un pequeño recibidor, luego, a la derecha, una sala con sillones gastados, después el sanitario y el inicio de la escalera, de esos escalones sólidos, de mosaico, anchos en los bordes, duros, materializados para sobrevivir todos los terremotos. Tras el inicio de la escalera se encontraba el comedor, en el que destacaba una mesa grande, no de roble, sino de cualquier madera laqueada que le daba un aire soberbio. Cada cabecera contaba con una silla: hacia el poniente se sentaba Alí Chumacero, hacia el oriente Carlos Montemayor. Tres sillas de cada lado para los becarios. Todo el CME era como un museo. Sí, había máquinas de escribir, libros viejos en algunos libreros sueltos por ahí: pero lo que tenía un valor incalculable, me parece, en las fotografías de las 51 generaciones que habían estado antes de nosotros. Nuestra foto fue tomada en aquella comida inaugural. Luego, al subir por las escaleras, estaban otras fotos en solitario, de autores y autoras que habían sido parte del CME y ya habían muerto. Símbolo curioso aquel. Un día, pensé, todos estaremos en esa pared eterna. Arriba, en dos habitaciones, se encontraban las oficinas: en una donde dos empleados, lamento haber olvidado sus nombres, un hombre y una mujer, nos atendían, sacaban las copias de los textos a leer y en la otra se encontraba el inmenso escritorio de Marthita, que recuerdo tenía una letra cursiva nerviosa, extendida, frugal. Detrás de ella había gabinetes y en ellos, no solo los contratos, sino los manuscritos, porque una regla para todos los becarios era dejar al final un ejemplar de lo que hubieras escrito ese año y lo firmaras. Así, pude ver el manuscrito original de varios libros hoy cumbres de nuestra literatura. Marthita ahí firmaba los cheques, los contratos. Por ahí debo tener esas cartas que me dio, con el membrete en color naranja del Centro. El texto, además, ahora que lo recuerdo, estaba escrito a máquina, sí, pero con moldes que semejaban la escritura manuscrita. Como dije antes: nos veíamos todos los miércoles, Alí empezaba, luego nosotros y al final cerraba la conversación Carlos Montemayor. Tres veces al año nos compartía de su whisky: una vez al año, Alí invitaba a los becarios a beber a su casa, otra vez al año, los llevaban a los Pollos Mingo, aunque eso a mi generación no le tocó. Marthita era extremadamente implacable: si faltabas a una sesión se te descontaba la parte proporcional de la beca y, la última mensualidad no se te entregaba si los tutores no daban el visto bueno a tu trabajo. Dos años después de que salí se terminó el CME, en una situación por demás injusta para ambas partes: fue sencillo: dos máquinas se tocaron de frente sin querer, una con las solicitudes de los nuevos tiempos, otra, aferrada a las tradiciones y responsabilidades del pasado. Al final donaron todo a la Biblioteca Nacional de la UNAM. Fui a la ceremonia de entrega de los documentos, sillas, fotos, todo. Era una mañana soleada. El discurso de entrega lo hizo Carmen de Ovando, Alí, Carlos. Ahí estaba Marthita, como descansando al fin de entregar esa pesada carga. Yo quise irme a robar la placa, pero creo que alguien se me adelantó, o tal vez descansa ahí, en la UNAM, como tantas cosas muertas hasta que alguien les pone algo de luz, como este texto que hoy intento darle memoria a cosas que ya no son.
martes, septiembre 27, 2022
domingo, septiembre 25, 2022
He sido maestro de manera accidental. Aunque estar ante grupo y compartir con ellos alguna lección no se me da tan mal, es algo que rehuyo. O que aprendí a rehuir. Tal vez, porque siempre me he sentido inseguro al respecto, es que procuro siempre prepararme con demasiada antelación ante cada hora que debo estar frente a los alumnos.
Mi primera experiencia como docente fue en el INEA, en la educación para los adultos. El servicio lo otorgaba una iglesia cristiana muy grande al sur de la Ciudad de México. Nunca nos dieron indicaciones de evangelizar ante los estudiantes, aunque asumo que siempre rondó esa idea por nuestras autoridades. Yo impartía las clases de textos literarios y de redacción. Tuve muchos alumnos en los casi cuatro años que daba clases, todos los sábados, desde las ocho de la mañana hasta la una. Tuve algunas alumnas muy aventajadas, chicas que se tomaban en serio sus estudios, y algunos que realmente iban para pasarla. Era tal mi apego a la escuela, que aunque ya no iba tanto a la iglesia, sí seguía dando clases.
Luego de eso, fui docente del Programa Nacional de Salas de Lectura, durante cuatro años: los últimos del sexenio de Calderón y los primeros dos del de Peña Nieto. Sin duda, mis mejores recuerdos como docente pertenecen a esta época. Tuve grupo desafiantes, grupos compuestos por mediadores de lectura de variopinta experiencia, en donde había tanto maestros como psicólogos, historiadores y escritores o bien, gente que apenas empezaba a leer pero sentía un genuino apego por promover los libros.
En ese tiempo, el PNSL sí tenía una ideología de pensar la formación de lectores, ahora me parece que no existe más una ideología al respecto. La artífice de ese modelo era Luz María Chapela. De ella, siempre me sorprendía su perenne capacidad de cuestionamiento sobre qué era pensar. Para Luz María Chapela, la lectura era sí, pensamiento crítico como punto de llegada, pero, para llegar a él, se requería de ayudas emocionales en los primeros lectores que llegaban al texto justo por eso, por la emoción, pero que aún no podían traducir esa experiencia en símbolos, ideologías, conceptos. Para eso, utilizábamos la creación derivada. Con estas actividades intentábamos reproducir la emoción del texto y, poco a poco, llevarlos hasta otro tipo de cuestionamientos.
Ahora soy docente de vez en cuando, cuando imparto talleres de creación literaria o bien, en mi curso en Domestika sobre escritura de cuentos para niños. Grabar el curso fue una experiencia alucinante. No solo fue el nivel de detalle, sino el nivel de profundidad y la manera como tienen de desarrollar el curso lo que me asombró. Llegué a pensar que debía tener, como al principio, cuando daba clases en el INEA, una tabla de qué sucederá en cada cinco minutos. Luego me di cuenta que podía explayarme. El resultado es que el curso avanza, ya casi somos 335 alumnos y puras valoraciones positivas.
Quién sabe qué tipo de maestro pude ser si me hubiera dedicado a esto por completo, pero por como veo en conocidos que sí lo son, sufriría demasiado la academia y la institucionalización de la cátedra. Tal vez ya me habría dejado de preguntar sobre qué es pensar, como decía Luz María, sino solo: que salga una clase más para irme a casa.
miércoles, septiembre 21, 2022
Debe ser cierto esto de que el olvido es una de las mejores herramientas de la lectura. Leemos apenas iluminados por la conciencia que crea la oración sobre la que vamos. Esa unidad de sentido se ata nerviosamente al pasado, a las sensaciones e imágenes que recién han desfilado sobre nuestra lectura. Si la oración es lo suficientemente fuerte, si lo que cuenta es verdadero para nosotros, tendrá la posibilidad de permanecer más allá del efímero paso que nuestros ojos realizan por la línea, el párrafo, la página. Leer es como andar sobre un puente cuyas partes transitadas se desparraman en el abismo y sólo nos queda correr lo más rápido hacia adelante para no despeñarnos. El olvido. Sí. Una gran herramienta. Lo es porque es así como una de las características de la materia es que no puede ser ocupada por dos cuerpos, la imaginación también no puede ser habitada por dos espectros al mismo tiempo. Uno debe ceder. Y el olvido permite que solo las mejores palabras permanezcan. Lo demás, se desecha. Apilamos páginas y páginas del libro leído, pero en el fondo solo recordamos un esqueleto, acaso algunos nervios, tendones, una oreja delicadamente descrita. Recién he terminado de leer la novela Vampiro, de H.H. Ewers. ¿Dónde han quedado en mí las 596 páginas, al menos en la edición de Valdemar? No lo sé, pero de esas 500 páginas se sostienen ya apenas, el inicio en el barco asolado por la peste, el hombre negro que escupe sapos del mismo color y que se introducen en Bauman, el personaje principal: la límpida escena en donde Lote Lewy muestra el pectoral de los sacerdotes de Leví, que exhibe sobre su pecho desnudo, la arenga de Bauman ante los alemanes que buscan desesperadamente subir al barco para ir a pelear por su Alemania durante la primera guerra mundial, y sin duda la escena casi final, el rompimiento entre Bauman e Ivy Anderson, su salvaje cópula, de sangre y deseo bajo el jardín acristalado. Y puede que solo eso, ahora, pero puede que mañana, en una semana, olvide más cosas. Entonces, el olvido habrá hecho su trabajo. Me dejará la sensación pálida, como la tez demacrada de Lote al final de la novela, la sensación pálida de que he leído un libro; aunque no sepa mucho de él. Porque además, el olvido no viene solo: esconde detrás de ella al Hallazgo: esas páginas sagradas, pasajes y oraciones que algún día recordaré cuando piense en Vampiro. Por eso leemos: para acumular hallazgos.
sábado, septiembre 17, 2022
Alguien me dijo hace tiempo que las editoriales nunca logran hacer por un autor lo que éste espera: viajes, reconocimientos, incluirlos en la vida literaria nacional, etcétera. Luego, también me dijeron que los autores y autoras a veces esperan más de lo que su libro puede dar. Claro, estas dos sentencias sirven bien para quitarle culpa a los y las editoras y al trabajo editorial. Por otro lado, como autor, se esperaría que la editorial acompañara al autor por todo el proceso y claro, que lo incluyera en cuanta cosa sea posible. Una buena distribución, una buena atención de medios, un trato digno, un reporte semestral de regalías, una agenda de invitaciones a ferias de libro y festivales literarios.
Pero la verdad es que, publicar un libro en nuestro país es un poco quedarte a medio camino entre lo que tanto la editorial quiere con su libro, como lo que el autor desea de él. A veces fallan los canales de distribución, no todas las librerías quieren que tu libro esté en la mesa de novedades, y el vendedor entonces, debe conceder que el gerente de la librería, tal vez no tome ese título, pero sí otro de su misma cartera. Y a veces, no todos los periodistas quieren entrevistar al autor, por múltiples cosas: porque no lo conocen, porque el libro no se inserta en la agenda que tienen, porque la editorial es poco conocida, porque hay demasiado trabajo. ¡Cuántas entrevistas se quedan en el tintero aunque estén grabadas, porque espacio no hay! Y así, a esa cadena se le van agregando a veces ciertos obstáculos que inciden en que los libros no se vuelvan lo que uno quiere ni como editor ni como autor.
Y llegar a ese aprendizaje, vaya que le cuesta al ego. El escritor es ese tipo de gente que cree que, lo que ha escrito, lo espera el mundo, que debería recibirlo con alegría y complicidad, y poco está preparado para cuando la realidad lo golpea: que su escrito aunque valioso, de entrada lo es solo para él y para el loco/a que lo quiso publicar, pero que la locura de dos personas no basta. A veces es necesario pasar por todo el mecanismo, a veces con éxito, la mayoría de las veces con fracasos.
Soy de una generación que vio dos formas de responder a sus libros: los que esperaban que el editor hiciera todo por ellos, y los que ni siquiera quieren editores y solos publican sus libros, los comercializan y se buscan presentaciones e invitaciones a ferias del libro. Yo estoy un poco, en el punto medio, aunque también ya estoy más bien en la indolencia. Si ocurren cosas, qué bien, si no, a lo que sigue. A la altura de mi vida como autor en la que me encuentro, sé bien que algunas cosas pueden ocurrir, pero no todas las que anhelé cuando empecé, y sé bien que he sido de los mimados por el sistema, pero aún así no lograré todo lo que quería. Pero intento estar en paz con ello. Intento que eso no me amilane. Y una de las cosas que me tranquiliza es que justo puedo ver el mecanismo donde las cosas funcionan o no. Sé que están fuera de mis posibilidades removerlo cuando se atoran o cuando se detienen definitivamente Y sí, hago el coraje, pero me resigno.
martes, septiembre 13, 2022
Llegó una perra al centrito comercial de San Miguel. Estaba en los huesos. Le di de comer. Al día siguiente volvió, pero ahora ya había más locatarios. La perra les molestó. Al rato andaba ahí, alejándola con escobas. Yo me pregunto a veces, o muchas veces, por la educación sentimental que tenemos con los perros de la calle. ¿Es tan difícil, realmente tan difícil apiadarse de un pobre perro o perra que está en los huesos? Esa gente, que no se apiada de los animales, ¿dónde tiene el corazón? ¿En qué parte de su indolencia encuentran espacio para el abandono? Por otro lado, sé que es una responsabilidad, al menos una que por el momento yo no puedo tener. Al menos le seguiré dando de comer.
lunes, septiembre 12, 2022
A partir de la polémica de una edición reciente, en el que unas autoras acusaban a las antologadoras de maltratos (cosa que luego quedó en entredicho), me he estado cuestionando la responsabilidad que hay en las instituciones públicas por realmente abrir la baraja para que sea realmente representativa su apuesta por un amplio sector de autores y autoras y no caer bajo la presión de las editoriales comerciales o las independientes con peso en el sector para que apoyen a sus autores. Es decir, estas editoriales no solo dominan el mercado, sino que también inciden en las políticas públicas al "sugerir" su propia agenda con el dinero público. Es un tema complicado, ya que por un lado, estoy seguro que en las ferias de libros del país, los organizadores quieren (queremos), tener a los escritores que suenan, los que consideramos tienen una presencia entre los lectores (que a su vez tienen mucha prensa pagada por las editoriales que nos hacen creer en sus apuestas) pero también por el otro, no podemos olvidar que acaso nuestra función es más de formación de públicos que de otra cosa. El otro día un joven autor me solicitó ser invitado a la feria que organizo, y debo decir que sí lo consideré, pero también pensé en qué tanto era conocido. Mal punto para mí, claro. También hay que decirlo: es difícil estar al tanto de todo lo que ocurre en el país, en materia de nuevos autores, nuevas editoriales, etcétera, por eso a veces caemos en lo más cercano o lo que más suena; pero creo que deberíamos hacer un esfuerzo por mirar más allá de los que viene con una fuerte campaña de mercadotecnia. Porque a esto, también, hay que sumarle los destrozos: es decir, la cantidad de autores y autoras que lo hacen difícil, que piden honorarios desproporcionados, vuelos inesperados, maletas extras, asientos de tal o cual clase, que se enojan si no se les dan itinerarios a modo (cuando las aerolíneas en este país están decididas a entorpecer la experiencia de volar). Creo que si contáramos los desplantes que se viven en la organización de las ferias, nadie nos creería que tal o cual autor, que es tan sencillo y hospitalario, pues no lo es en realidad. Y estos desplantes, por lo general ocurren en las ferias que están en proceso de crecer, donde los organizadores aun no han tomado todo el control de su propia agenda. En fin. Ojalá esto lo leyeran organizadores de ferias de libros, otros colegas, y tomáramos de una vez por todas ser más democráticos, más rotativos, mirar más allá de las editoriales que nos quieren encandilar con su perfección y apuesta literaria o comercial. Creo que hasta podríamos trabajar con autores más agradecidos (aunque hay de todo tipo y recuerdo cómo un colega batalló tanto con una autora poco conocida, pero demasiado exigente). Claro, del otro lado, estoy seguro que también cometemos errores: se nos olvidan traslados, a veces los hoteles no son lo mejor, pero creo que si ambos institución e invitados se ponen las pilas para ofrecer lo mejor que tienen, las cosas deberían funcionar mejor. Pues por más autores en Ferias del Libro, por trabajar con menos desplantes también.
sábado, septiembre 10, 2022
El otro día recibí un comentario muy interesante tras un post que escribí en mis redes sociales. Era un post hasta cierto punto bastante inocente sobre mi experiencia como habitante de la ciudad de México y, de volver a conectarme con la ciudad en un viaje express. Pero... sí, hay un pero, era un post en el que se dejaba ver de fondo mi pertenencia, al menos hasta ahora, al medio literario mexicano, mi asistencia a Ferias del libro, ya sea por invitación o por trabajo. Quien me escribió es una maestra, una de mis primeras grandes maestras de la facultad y sus palabras me dejaron algo perplejo, pero al mismo tiempo me causaron tristeza. En ellas, la maestra hablaba sobre que no exhibiera ante los demás mis paseos, mis visitas a las ciudades, a las ferias, y que más bien debería preocuparme por generar un programa o proyecto para que todos los autores de Nuevo León también viajaran y fueran invitados a las ferias. Menudo problema. Menudo problema por varias cosas: no existe ninguna instancia pública que pueda lograr eso. Es más, ni siquiera hay tantos espacios en otras ferias, que también tienen que darle sitio a sus escritores y escritoras. Además, no siempre hay el dinero para que logre llegar a todos. Una más: el medio literario mexicano se maneja por afinidades. Lo que la gente dice con enojo, que "la mafia literaria controla todo", es el fondo, genuinas redes de afinidades en donde, quienes las dirigen, asumo que quieren ser amplios, pero tampoco alcanza la vida para ver lo que todos hacen. Ejemplos en carne propia, hay muchos: una temporada fui muy asiduo a San Luis Potosí: me invitaban a ferias, impartía talleres, visitaba colegios. Por supuesto, intentaba ganarme esas visitas. Luego, cambió la gente que tomaba las decisiones y no he vuelto a parar un pie en ese estado por cuestiones laborales. Ocurre en todos lados. Justo esta semana, una periodista de Querétaro se quejaba de las pocas opciones que el Hay Festival da a los periodistas locales para cubrir a sus invitados. Pues lo mismo. Redes de afinidades. El mismo Hay es un ejemplo de ello: cuando miramos la nómina de autores invitados no es difícil distinguir a los de siempre. ¿Está mal? No, es su festival, es la gente con la que a lo largo de los años han trabajado, ya saben lo que van a recibir e incluso, se llama tradición, esperan recibir lo mismo. Claro, añaden algunos nuevos, quitan a otros, pero estoy seguro que hay una gran franja de escritores mexicanos que ni saben que existen ni invitarán. Entonces, así es la vida. Vas a donde el rumor de tu trabajo llegue. Vas a donde a alguien le parezca valioso lo que haces, sin menoscabo del valor propio de cada obra. Y es un bien no renovable. Dura poco. A veces tienes la habilidad de extenderlo. No siempre es así. Es un mundo injusto, siempre. Yo ahora viajo mucho, pero un día tal vez, escriba un post en el muro de un joven escritor quejándome porque a mí, tampoco, ya nadie me invita a las ferias del libro. Y entonces, tal vez entonces, sabré que estoy en otros días de mi vida; y que esos días tal vez deban vivirse como todos, trabajando, pero con la certeza, de que tal vez las invitaciones ya no vendrán.
viernes, septiembre 09, 2022
Impostores
He estado leyendo mucho más estos meses, entre Patria de Aramburu, Blanco nocturno de Piglia y En el nombre de la rosa, de Eco. Así, he saltado de la región Vasca, a las montañas heladas de las cordilleras francesas y la pampa argentina. Estos días, charlando con un amigo, tras compartirme un video de un tipo destrozando la primera frase de El código da Vinci y, utilizándola para denostar el resto de la novela, me decía a este amigo que en el fondo, no hay una estructura de lo que debe tener una novela para ser buena. Algunos dirán que entretener, otros que mostrar la realidad, unos más, que hacer arte. ¿En realidad importa? La novela debe ser fiel al propósito del autor. Sé que digo una tontería, pero ninguna puede tenerlo todo. Cada quien apuesta por algo, aunque deje volando otras cosas.
Luego, el sábado, mientras charlaba con Guillermo Espinosa y con Lanzagorta, (he olvidado su apelativo), decía este último, tras decir Memo que la novela de Eco le había gustado, que no conocía a medievalista que dijera que En el nombre de la rosa fuera una mala novela. Sí, es una historia casi discursiva, se habla más de lo que se hace, aunque claro que las acciones son puntuales. Pero, mientras avanzas por las páginas, queda claro que es una novela de erudición. Eco hace la manga ancha para hablar del mundo de los transcriptores y las bibliotecas medievales, de las diferencias entre las congregaciones cristianas, de los conceptos de fe y divinidad. En algún momento, también, nos llevará a una revelación, aunque asumo que aún no llego a esa parte. Lo mismo sucede con Blanco nocturno de Piglia, con la dolorosa amistad de Bittori y Miren. Miren que, escribir casi 600 páginas que tiene como verdadero trasfondo, hablar de la amistad, no cualquiera. Así que, todo esto, para decir que no existe modelo de escritura de novela. Existe la mirada personal. No podemos destruir una novela por una frase. Quien lo haga, es un impostor.