domingo, julio 13, 2025

Nunca olvidaré el verano del 92, me parece, cuando mi tío Roberto decidió ofrecer sus servicios para podar el pasto crecido del parque de la colonia La Purísima. Los vecinos lo conocían porque, como todos en mi familia, tuvo que pasar por la aduana obligatoria de ayudarle a vender el periódico a mi abuelo. Mientras él se mantuvo sobrio, su empleo o, la forma como había decidido ganarse la vida, no era un problema para nadie en la familia, pero cuando volvió al alcoholismo, que dejó pendiente durante todos esos años se comulgó con el evangelismo, todo su trabajo se vino abajo, como él, y fue necesario echarle el hombro para sostenerlo. Pero mi familia es una familia de gente curiosa. Y mi tío Roberto no se quedaba atrás. Tengo miles de anécdotas de él, no todas buenas, porque he ido descubriendo, con el paso de los años, su valemadrismo y su procrastinación, que no pocas veces nos puso en peligro. Pero, lo que además le cuadraba bien, era que era realmente trabajador. Un tipo de que se entregaba a su trabajo y que no era raro que dieran las ocho y él aún estuviera atendiendo a clientes que lo veían llegar como a un salvador que les iba a arreglar el aire acondicionado que, en una ciudad como Monterrey, es casi obligatorio tener. Más ahora, aunque en esos años, no había tantos. Sin embargo, también había sus épocas flacas y, en una de ellas, decidió ofrecerse con los vecinos de la Purísima para podar el césped del parque central, que era demasiado grande, casi 100 metros de ancho por unos 300 de largo, más grande que dos canchas de futbol. Y mi tío, bueno, mi tío pensaba que iba a segar aquello a punta de machete y claro, con su mano de obra especial o estrella, si lo quieren llamar así: sus sobrinos. Aquello fue un infierno. Cómo se nos cansaron los brazos, quién sabe cuántas bolsas y más bolsas negras llenamos con la brizna, con el hierbazal. Y cómo nos tardamos. Por supuesto, aquello fue debut y despedida. Nunca más volvimos a desbrozar un campo y a mi tío, afortunadamente, nunca más se le ocurrió ofrecer esos servicios. A veces lo veíamos sentado en una banquita, mirándonos trabajar. En la sombra, además. Sí, nos explotó esas semanas, esos sábados. ¿Y para qué? Meses después, pues mi abuelo estacionaba su coche en la madrugada junto a ese parque, vi cómo todo lo que habíamos quitado había vuelto a aparecer, más verde, más vivo, más rebelde. De esto debe existir una lección, pero no la encuentro ahora o no la quiero buscar. Hoy, que pasé frente a la plaza, ya muy arreglada, con senderos, juegos, canchas bien delimitadas -entonces era solo un cuadrado de maleza rebelde-, pensé en los sitios en donde nos hundimos por una breve temporada, en las luchas de la nada que nos convocan a veces estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado y, esto es acaso lo más importante, sin la herramienta adecuada para poder el césped.

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