lunes, marzo 28, 2005

Los segadores de la lectura

Ejercitar la lectura por placer es uno de los mejores momentos de nuestras vidas. Esto es una premisa sin cuestionamiento. Como al momento de sentarse uno frente a un banquete que presiente delicioso, sentarse a leer un libro que ya antes ha estimulado nuestra curiosidad produce en nosotros esa sensación placentera de quien hace algo por gusto y no por obligación. Los libros son, además de instrumentos pedagógicos y cabida de información, pequeñas montañas rusas donde el lector se deja sacudir por las historias que ahí vienen, por ese registro del amor y del odio, por esa capacidad lúdica de quien cuenta una historia o esa capacidad aquilatada de quien puede relatar los ires y venires de los reyes carolingios o bizantinos.
Se lee por muchas cuestiones. Quienes se quejan de que este país no lee, en realidad se están quejando de que este país no lee "la buena literatura", ese canon impuesto por los críticos literarios y que, como bola de nieve, en lugar de acrecentarse con su descenso, se hace cada día más y más pequeña hasta decir, tajantemente, que quien no lee a Rulfo, a Paz o a Zaid es un mal lector (o en un su caso un lector con pésimo gusto). Pero constantemente estamos leyendo. Ya sea por obligación laboral, por arengas académicas o por simple información, siempre estamos leyendo. El periódico, así sea un diario deportivo nos muestra un nivel ya organizado de pensamiento. Dice Alfonso Reyes que el lenguaje debe de tener tres capacidades: de significación, de coherencia y finalmente de ludismo. Aún en esos diarios deportivos, aún en la noticia fresca y caliente de las notas rojas todo lector se va a encontrar con esos tres elementos.
La lectura no precisa fronteras. La lectura es universal. Nadie tiene derecho a decirte qué debes de leer, ni afirmar que sólo quien lee a Sabato y Borges tiene buen gusto lector. Es cierto, al igual que en el banquete, el sabor de una manzana flameada con vino y clavo distará en mucho al paupérrimo sabor de unos tacos de suadero pero incluso, ¡ay!, qué ricos saben a veces esos tacos en la calle. Leer no debe de ser un acto obligatorio sino aleatorio.
La lectura tampoco debe de ser dirigida, salvo cuando quien lee quiere encontrar una respuesta. Entonces sí, hay que acudir a un maestro que nos diga: lee esto, te servirá; pero no como obligación, sino como guía. Sólo así se aprende, no por imposición, sino por curiosidad.
Leer es para aventureros también. Hay que dejar que quienes no leen establezcan sus códigos de búsqueda de autores y de libros. Así un libro nos lleva a otro libro. Recuerdo así, en esa cadena de susurros y secretos a voces, cómo de un libro de Mallea pasé a otro de Waldo Frank y de Waldo Frank pasé a John Dos Pasos y de Dos Pasos a Faulkner y ese viaje terminó otra vez en argentina, con Roberto Arlt. Pero fue en un afán de aventura como se hizo esa cadena de lectura.
Durante un buen tiempo hubo un boom de las novelas de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. La gente leía con ansia Juventud en éxtasis, Volar sobre el pantano y otras. Y las novelas tuvieron un gran éxito económico. Lo lamentable no es que hayan leído eso, sino que no hubieran guías apropiados para continuar con esa semilla plantada. ¿Por qué tuvieron tanto éxito esas novelas? Me aventuro a decir una cosa: eran claras, sabían contarse, tenían una historia que, guste o no, tenía punch. Tenían en un menor y rústico grado lo que simplemente han tenido las grandes obras de la literatura universal.
Pero lamentablemente los grandes lectores y los escritores en general carecen de algo que es necesario para la lectura: carecen a veces de amor por ella. Lo ven como una necesidad para aprender, lo ven como una forma desesperada de ser mejores. A veces, también, con un acto de cierta soberbia. Yo leo solo a Gombrowics y a Mujica Lainez y también a Vila-Matas, dicen con cierta displacencia; como si fuera de ese pequeño círculo de autores creciera la nada. Pienso que se se sienten mejores así pero, no, la lectura no hace mejor a nadie. El conocimiento tiene muchas formas de llegar a nosotros. A veces yo no entiendo este acto impúdico de citar autores. La lectura no precisa de fronteras. Leer es universal: simplemente un ejercicio del placer.
¿Cómo estas? le pregunté hace días a una persona muy querida. Muy bien, me dijo, estoy leyendo el evangelio de los vampiros. Leía un libro, no un autor y se le notaba la felicidad al decirlo. Hace tiempo también, en una sesión de crítica en el Centro de Escritores de Nuevo León, mientras se defendía de los ataques a su texto, un becario dijo algo que modificó en parte mi estilo de lectura. Su texto era bastante malo. Era un ensayo donde había sí, muchas citas, pero poco corazón e ideas propias. En un momento álgido de la discusión mi ignorancia salió a relucir: ¿Quién es Elías Canetti? pregunté y este becario se revolvió en su asiento, se tranquilizó y me lanzó una cínica mirada y preguntó con sarcasmo: ¿qué no sabes quién es Elías Canetti? ¿Y tú quieres escribir? remató. Yo me quedé callado. No necesito saber ni leer a Elías Canetti en mi vida. De hecho, no leeré a Elías Canetti en toda mi vida.
Uno debe de leer simplemente lo que le plazca. Desde el libro vaquero, el sensacional de mercados hasta archivos varios en bibliotecas digitales. Uno debe de leer también, simplemente, sabiendo que leer es solo uno de los tantos placeres en la vida. No es ni mucho, mayor ni menor que otros, simplemente es. Sí somos un país de lectores aunque tal vez los críticos literarios no lo crean. Tampoco hay que leer sólo a ciertos autores, pero si sólo leemos a ciertos autores, (el libre albedrío es fabuloso) para qué amargarle la vida a otros criticando lo que no leen y lo que leen.
Leer es un acto íntimo y solitario. Nadie tiene derecho a venir y decirnos, sólo lee esto, sólo piensa esto, sólo lee a Daniel Sada o a Cervantes. Hacer caso de esas voces es sesgar la lectura, parcelizarla, acomodarla para el fuego. Esos son los segadores de la lectura, con sus hoces filosas; quienes dicen que todo tiempo dedicado a comer o a vivir fue arrebatado a leer. Hay que huir de ellos y no hacerles caso. Que citen sus lecturas, que hagan prolegómenos entonces. Leamos entonces con placer y curiosidad lo que caiga. Nadie puede quitarnos esa libertad de elección.