Hace mucho que no escribo sobre la muerte pero ayer me enteré que aún dentro del ataúd, sólo bastan 42 horas para que uno sea devorado por los gusanos. Cuarenta y dos horas en la oscuridad y no somos ya nada. Leí el dato con tranquilidad, pensando en esas cuarenta y dos horas donde desapareceré pero, a diferencia de otros días, de otros meses, la noticia no me alarmó ni me llevó a alguna reflexión, vaga, escasa, carente de originalidad. Mejor pensé que eran las siete de la tarde y debía ir por ti a tu casa, mejor, a devorarte.