Es una falacia. Nadie quiere no ser visto. No ser escuchado. No ser leído. Todos buscamos en mayor medida esa mirada que se da desde el otro, ese voyeurismo que proporcionamos, que ofrecemos, ese espectáculo que somos a propósito o sin intención aparente. Eso es a propósito de la desesperación que veo en muchos por ser reconocidos. Claro, yo también quiero serlo, pero ¿qué estás dispuesto a pagar por esos segundos de murmuración? A la historia no pasaremos. Si miramos un poco bien, somos esas migajas que caen de la mesa, mijagas burdas y vacías, aunque nuestra vida nos parezca exitosa, aunque veamos enemigos a diestra y siniestra, perfiles del éxito que nos opacan. ¿Alguien se acordará de ti a los cinco años que mueran? Nos decía Francisco Prieto hace días sobre un escritor muy bueno, muy famoso en vida, que murió lamentablemente en un accidente de auto. Un tal Ferrer. Se había ganado todos los premios. Era invitado a mesas de lectura. Tenía ascendencia. Ahora nadie sabe ni quien es, se queja Francisco. Y yo pienso entonces en una frase de Marco Aurelio, el gran Marco Aurelio victimizado en Gladiador por un Joaquin Phoenix colérico y ansioso, una frase rapaz que dice, no literalmente: "¿Cuánta gente famosa ha sido alabada y cuantos, de quienes los alababan, también han desaparecido?" Lamentablemente no volveremos a los libros firmados por Anónimo. Tal vez así podríamos hacer algo mejor. O tal vez algo peor. Pero una cosa está dicha es este siglo: nos acercamos a los ídolos de carne y hueso. A los que esnifan, cagan y odian y su mancha no permanece.
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