He sido maestro de manera accidental. Aunque estar ante grupo y compartir con ellos alguna lección no se me da tan mal, es algo que rehuyo. O que aprendí a rehuir. Tal vez, porque siempre me he sentido inseguro al respecto, es que procuro siempre prepararme con demasiada antelación ante cada hora que debo estar frente a los alumnos.
Mi primera experiencia como docente fue en el INEA, en la educación para los adultos. El servicio lo otorgaba una iglesia cristiana muy grande al sur de la Ciudad de México. Nunca nos dieron indicaciones de evangelizar ante los estudiantes, aunque asumo que siempre rondó esa idea por nuestras autoridades. Yo impartía las clases de textos literarios y de redacción. Tuve muchos alumnos en los casi cuatro años que daba clases, todos los sábados, desde las ocho de la mañana hasta la una. Tuve algunas alumnas muy aventajadas, chicas que se tomaban en serio sus estudios, y algunos que realmente iban para pasarla. Era tal mi apego a la escuela, que aunque ya no iba tanto a la iglesia, sí seguía dando clases.
Luego de eso, fui docente del Programa Nacional de Salas de Lectura, durante cuatro años: los últimos del sexenio de Calderón y los primeros dos del de Peña Nieto. Sin duda, mis mejores recuerdos como docente pertenecen a esta época. Tuve grupo desafiantes, grupos compuestos por mediadores de lectura de variopinta experiencia, en donde había tanto maestros como psicólogos, historiadores y escritores o bien, gente que apenas empezaba a leer pero sentía un genuino apego por promover los libros.
En ese tiempo, el PNSL sí tenía una ideología de pensar la formación de lectores, ahora me parece que no existe más una ideología al respecto. La artífice de ese modelo era Luz María Chapela. De ella, siempre me sorprendía su perenne capacidad de cuestionamiento sobre qué era pensar. Para Luz María Chapela, la lectura era sí, pensamiento crítico como punto de llegada, pero, para llegar a él, se requería de ayudas emocionales en los primeros lectores que llegaban al texto justo por eso, por la emoción, pero que aún no podían traducir esa experiencia en símbolos, ideologías, conceptos. Para eso, utilizábamos la creación derivada. Con estas actividades intentábamos reproducir la emoción del texto y, poco a poco, llevarlos hasta otro tipo de cuestionamientos.
Ahora soy docente de vez en cuando, cuando imparto talleres de creación literaria o bien, en mi curso en Domestika sobre escritura de cuentos para niños. Grabar el curso fue una experiencia alucinante. No solo fue el nivel de detalle, sino el nivel de profundidad y la manera como tienen de desarrollar el curso lo que me asombró. Llegué a pensar que debía tener, como al principio, cuando daba clases en el INEA, una tabla de qué sucederá en cada cinco minutos. Luego me di cuenta que podía explayarme. El resultado es que el curso avanza, ya casi somos 335 alumnos y puras valoraciones positivas.
Quién sabe qué tipo de maestro pude ser si me hubiera dedicado a esto por completo, pero por como veo en conocidos que sí lo son, sufriría demasiado la academia y la institucionalización de la cátedra. Tal vez ya me habría dejado de preguntar sobre qué es pensar, como decía Luz María, sino solo: que salga una clase más para irme a casa.
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