He estado coleccionado, a lo largo de mi vida, varias cosas a las que les pongo mucho interés y después abandono como si nunca hubieran estado relacionadas en algo conmigo. Recuerdo que a cierta edad coleccionaba fichas de refrescos que después alineaba como si fueran pelotones o soldados a punto de entrar en el combate. Lo que más me agradaba de esa colección era la búsqueda de las fichas. Me iba de tienda en tienda, merodeaba afuera de las cantinas cercanas a la casa porque siempre había corcholatas, o taparoscas, como le quieran llamar, o tapón corona, si quieren usar el nombre más correcto. A veces las dejaba flotar como embarcaciones a la deriva dentro de una tinaja de acero llena de agua. Yo era muy feliz con esas corcholatas que a veces raspaba contra el suelo para quitarle la pintura y tener algunas de color natural, como les decía. No sé qué hice con aquellas corcholatas, dónde las abandoné, pero un día dejaron de interesarme.
Lo siguiente que coleccioné fueron estampas de futbolistas; pero tampoco fui muy dedicado a ello porque en casa, mi espacio, el espacio propio, era uno demasiado compartido; así que no existía un sitio en el cuál pudiera dejar mis cosas, cosas sólo de mi pertenencia, para mi gusto personal. Intenté coleccionar plumas bellas -hoy que una ha perdido su tinta lo recuerdo-. Y cuando me volví lector empecé a coleccionar libros; pero tengo algo con ellos; primero es un deseo inexplicable de llevármelos a casa, de imaginar la lectura de los mismos, de esperar sorprenderme por ellos; y cuando eso ocurre o no ocurre, los abandono. No soy de relecturas. Con mucha facilidad he vendido demasiados.
Mi siguiente colección fue de máscaras. Debo de tener más de 30, pero están todas guardadas porque en casa, mi casa de adulto, de hombre de familia, de casado, pues, no tiene un sitio para ellas. Así que las tengo, pero ignoro todo de ellas. Al igual que con las corcholatas, con qué emoción las compraba en distintos pueblos de Michoacán, Oaxaca, Chiapas o Veracruz. La más extraña de ellas viene de África. La veo mientras escribo. Está en uno de los anaqueles del librero. Tenía una tez blanca que una señora que nos ayudaba con la limpieza terminó limpiando al creer que era un polvo. Aquí la veo con su frente color madera bruñida, con su frente morena natural.
Y pienso esto porque he ido reuniéndome de objetos que alguien tirará a la basura cuando muera: unos danzantes nicaraguenses que traje de mi viaje a ese país centroamericano; unos pequeños muñecos de papel con forma de mamíferes pequeños que semejan una banda regional, muñecos de FUNKO que algún día espero vender; y algunos juegos en mi celular, pero esos mueren pronto: se los lleva siempre el nuevo modelo sin importar cuánto he gastado en ellos.
Finalmente, creo que lo que más colecciono son lecturas, historias, hechos que puedo configurar a mi gusto, voces de narradores que se intercalan con mi voz propia. Escenas que después puedo recuperar una tarde cualquiera, porque para eso sirve leer; para llenarte de imágenes que no sabes en qué momento asediarás para convertir en otra cosa. Dicen que leer puebla el mundo; pero yo lo entiendo así, de las muchas maneras que se puede entender la frase: al leer te llenas de espacios y paisajes, de voces y de sentencias que, al encontrar un eco en la realidad, se magnifican. Puedo ir por la carretera a Monclova y recordar algunos párrafos de Cormac MaCarty; y algunos poemas de Boone que hablan de ese espacio, y ciertas películas y otros viajes que he hecho por ese mismo camino; en particular uno: estoy muy joven y voy mi tío Lalo a Monclova, donde él vive. Su hija Ana está muy pequeña, casi recién nacida: la camioneta que conduce mi tío es muy cómoda, sus asientos quiero decir; pero además el motor ronronea con suavidad. Y yo veo las montañas de esa zona por primera vez y me sorprende: hace frío, me siento en una aventura. Mi tío habla de futbol, porque le gusta. Nos detenemos a comer en un restaurante y todo es, hasta cierto punto, perfecto: la vida no tiene prisa, no tenemos que llegar pronto a Monclova. La camioneta es nueva. Las montañas viejas pero al verlas por primera vez es como si recién hubieran tumbado esas rocas al lado del camino para vestirlo.
Colecciono pasajes, juegos, libros porque es imposible no tener una red de conexiones a mí mismo.
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