domingo, diciembre 29, 2024

Alguna vez, de joven, encontré a mi vecina sentada en la banqueta alta de la su casa. Yo venía de la preparatoria, me parece. Ella se dedicaba a vender collares, pulseras e incursionaba en los artículos de esoterismo como velas, dijes y amuletos que hacía en un pequeño taller. Era poco mayor que yo, pero ya estaba emparejada con un muchacho, ya tenía una hija pequeña. En ese entonces le hablaba mucho a ella y a sus hermanas, eran las vecinas de toda la vida, con quienes habíamos jugado de niños en la eterna calle soleadas de nuestra infancia.
Pero esa noche la encontré cabizbaja y lloraba. Por ingenuidad me acerqué y le pregunté qué tenía, así que me contó que se había separado, pero que su pareja la había corrido de la casa, donde tenía su taller y no le iba a devolver nada. Y se lamentaba por la ruptura, el pleito, su taller. Yo la escuché y creí que debía opinar. Así que le compartí mi opinión y lo que podía hacer. Me escuchó con atención y poco a poco dejó de estar triste.
Ella salió adelante, por supuesto, volvió a poner su taller, volvió a enamorarse, tuvo más hijas, pero cada que me ve me dice que, lo que le dije aquella noche fue muy valioso para ella, que se aferró a mis palabras como una tabla de recuperación. Cada que me lo cuenta me da cierta pena, porque, ¿qué sabía yo de la vida entonces? Actos de ingenuidad, pero igual y palabras precisas y necesarias.
Hoy que la vi en el mercado, donde tiene un puesto muy grande de objetos esotéricos, como siempre me recordó aquella noche, los dos en la banqueta caliente de su casa, la luz mercurial sucia, los coches aparcados y sus sombras, pero agregó algo más: "desde entonces, cada que tengo un problema, aplico tus palabras, se las cuento a mis hijas, las comparto con mis amigas".
Me sorprendí aun más de que aquello que le dije no hubiera estado al servicio de solo una ocasión, sino de toda su vida. Le conté algo que recién había leído, una parábola china del hombre que ha perdido la cosecha y, en lugar de lamentarse por ella, se levanta al día siguiente a limpiar el campo y prepararse para la nueva temporada de siembra, pero siento que lo dicho estaba en terreno fértil. Solo fui una semilla que ella quiso en realidad sembrar y vivir para reconfigurarse. Justo lo que yo necesito ahora. 

No es para habitar una casa que construimos una casa

He vuelto a vivir con mis padres durante unos meses desde que cambié de domicilio. Hace días, en threads, decía que en algún momento todos nos volvemos un lugar común. Así que sí, me volví un lugar común: el cuarentón que, tras su separación, regresa a la casa de sus padres. La cuestión es que no volví a gusto. No sólo por todo el caos emocional de mi salida, sino porque no me veía en ese lugar común. La idea era clara, pero requería de mucho trabajo, dedicación y sobre todo, paciencia. En días previos a mi viaje a Madrid fui a que me leyeran el tarot y el tarotista arrojó una carta cuando le pregunté por mi nueva habitación. "Vas a necesitar paciencia". Mi terapeuta lo miró con otros ojos: "así como ahora estás en obra gris, tu casa también está en obra gris". Es curioso que las dos personas de quienes me separaba, en algún momento se ofrecieron a ayudarme con las adecuaciones. Pero negué la ayuda. Debía hacerlo solo.

Entre la segunda quincena de octubre y la tercera de diciembre una casa que estuvo abandonada por más de 16 años recibió atención. Saqué un camión y medio de basura acumulada. Vendí láminas, fierros oxidados, puertas de fierros sin marcos. Mi papá y mi familia habían hecho de la casa de los abuelos su depósito, basurero y ejemplo de acumulación enfermiza de lo que se les quiera ocurrir. Todo se fue a la basura, colchones viejos, muebles, libros maltratados, carriolas, ropa, patrones de papel, azulejos rotos y buenos, vidrios, puertas consumidas por el polvo y golpeadas en las orillas, juegos de mesa, cuadros, cómodas. Sólo dejé lo esencial, que podría servirme y ciertos muebles, como recuerdo de mi abuela.

La casa tenía su fauna particular: encontré lagartijas grandes, de tonos rojizos y verdes, familias de cucarachas, moscos, ratones, escarabajos y escorpiones. Fumigué a conciencia para la llegada de los tres cachorros criollos que ahora me acompañan, de Cloe, la bulldog y de Pelusa, la gata. Luego vino la construcción: tirar paredes, subir cerramientos, abrir puertas en donde no había, clausurar otras, meter luz, adecuar el sanitario y las tuberías de agua y luz, enyesar, instalar abanicos de techo, traer muebles, adaptar otros, armar algunos más, pintar paredes y techos, decoraciones. 

Y mientras hacía eso, lidiar emocionalmente con las rupturas y separaciones, con la incertidumbre en el trabajo que al final se resolvió positivamente, viajar, estar siempre viajando a Huelva, a Sevilla, a Madrid, a Ciudad de México, a Guadalajara, a Hermosillo, a Matamoros y Ciudad Victoria, el orden no está cronológico y arrastrar todas las emociones en una caja de zapatos y caminar esos adoquines y aceras y jardines y pasillos feriales con esos zapatos puestos de la incomodidad que da la tristeza de los futuros que no se escribieron. La ansiedad de lo que no pudo ser. La dureza del drama. La culpa.

No es que te regresaste a tu casa, sino, a qué volviste con tus padres. Esa es la pregunta. En estas semanas los he oído, he charlado con ellos, los he llevado al cine, a cenar, a la clínica. Los he escuchado lo que no lo hice los últimos años. Anoche, al fin, pude dormir en esta vieja nueva casa. Coloqué, en una esquina, fotos de toda la gente que vivió bajo estas paredes. No las reconocerían si las vieran, pero aquí sigue la vieja puerta de madera que da al patio. No la voy a tocar, aunque desentona con todo lo nuevo. Por esa puerta salieron mis abuelos, tíos, primos y primas. Toda mi familia paterna ha pasado las manos sobre esa aldaba de fierro.

Y me sucedió algo muy curioso estos días: ya casi terminada, aun le faltan cosas, pero quiero resolverlas estos días, me pregunté para qué quería yo una casa nueva. Sí, invertí tres meses de reacomodo y me pregunté para qué quería yo esta casa. Tal vez eso aun debe responderse más adelante. Anoche, insisto, al fin dormí aquí, pero me levanté temprano para ir con mis padres, que viven a unas casas y cruzando la calle. Me fui para allá como si allá estuviera a salvo. No es para habitar una casa que construimos una casa, dice el poema de Juan Gelman, y qué simbólico que ese poema que le usurpé a un amigo ahora al fin, tenga su significado en mi vida. Porque sucede que tenemos sed y paciencia de animal.

sábado, diciembre 28, 2024

 Tengo una nueva casa. Tengo un viejo blog. Supongo que algo saldrá de esto. Mi mundo, en el 2004 era tan distinto. Hace días, que recuperé también mi computadora del 2017 encontré fotos y la vida de esos años, precisaré, de los años anteriores a ese 2017, tal vez del 2009 en adelante, fecha en la que compré esa computadora que justo está encendida a un lado de ésta, la hp en la solo suelo jugar, perdonen la cacofonía.

Siempre pensé en mis tres blogs como algo perdido. En algún momento del 2010 los dejé, después de estar en ellos de manera intensa. Fue una gran época en la que intercambié puntos de vista con mucha gente y conocí personas. Los blogs eran una suerte de mirada de la que surgieron libros, amistades, amores -no precisamente amores míos, me refiero el general-. Eran como una terapia breve en la que podía dialogar y exhibir mi naturaleza sin ningún tipo de miramiento. Ahora es posible que ya nadie venga por aquí y eso me da tranquilidad, porque podrá ser un espacio seguro -con la visibilidad que da la red, por supuesto, pero también la ansiedad de nuestros tiempos de mostrarnos a los demás-, y en el que podré volver a escribirme. Porque justo eso hacía en ese entonces. Escribirme. Contarme cosas. Por eso tenía todo tan a la mano. Porque existía un espacio en el que podía ser. 

Ahora, pues, tengo una nueva casa. Iba a escribir que abandoné la anterior, pero dice mi terapeuta, que debo entender el lenguaje. Mi lenguaje, que siempre ha estado al servicio de la ficción, ahora debo mirarlo mejor porque está al servicio de mi manera de narrarme el mundo. Y no ser duro con la manera como reflexiono sobre mis cosas. 

Pues, lo que debo decir, es que he trasladado ahora, a esta casa, mi energía y mis deseos de recuperar cosas. Aunque no sé qué cosas son las que debo recuperar, o sí, pero no quiero nombrarlas. Y me parece simbólico que las recupere con las herramientas del pasado: el age of empires, mi blog, mis computadoras viejas. Los perros saltan a mi alrededor, esos que rescatamos al volver de Nueva York y que fue imposible dar en adopción. Saltan y saltan. Llenan todo de polvo con sus patas sucias, se trepan a la cama, a los sillones. Si les alzo la voz esconden sus orejas tiernas, pero después salen corriendo en estampida al patio. Los veo y me vienen a la mente un montón de recuerdos con los perros, pero el más reciente es el de ella, recostada en el suelo, una mano en el mentón y la otra en su cadera, su vestido negro con puntos blancos, mirando a cinco cachorritos negros aprender a caminar mientras dan pisadas torpes. 

Estos perros en cambio, también fueron torpes, pero ahora son unas gacelas que se persiguen, muerden, huelen, trituran, destruyen, ladran, gruñen, desgañitan el papel sanitario con sus fauces limpias y sus babas felices. La felicidad de los perros. En esta casa nueva. En este fin de año. En esta escritura que reinicia. También eso pensaba estos días, ¿qué sucedió con mi escritura? Al leer la anterior al 2017 la encuentro distinta. Como que más mía. En fin, cosas que uno cree que suceden. Escrituras para recuperarse.