domingo, diciembre 29, 2024

No es para habitar una casa que construimos una casa

He vuelto a vivir con mis padres durante unos meses desde que cambié de domicilio. Hace días, en threads, decía que en algún momento todos nos volvemos un lugar común. Así que sí, me volví un lugar común: el cuarentón que, tras su separación, regresa a la casa de sus padres. La cuestión es que no volví a gusto. No sólo por todo el caos emocional de mi salida, sino porque no me veía en ese lugar común. La idea era clara, pero requería de mucho trabajo, dedicación y sobre todo, paciencia. En días previos a mi viaje a Madrid fui a que me leyeran el tarot y el tarotista arrojó una carta cuando le pregunté por mi nueva habitación. "Vas a necesitar paciencia". Mi terapeuta lo miró con otros ojos: "así como ahora estás en obra gris, tu casa también está en obra gris". Es curioso que las dos personas de quienes me separaba, en algún momento se ofrecieron a ayudarme con las adecuaciones. Pero negué la ayuda. Debía hacerlo solo.

Entre la segunda quincena de octubre y la tercera de diciembre una casa que estuvo abandonada por más de 16 años recibió atención. Saqué un camión y medio de basura acumulada. Vendí láminas, fierros oxidados, puertas de fierros sin marcos. Mi papá y mi familia habían hecho de la casa de los abuelos su depósito, basurero y ejemplo de acumulación enfermiza de lo que se les quiera ocurrir. Todo se fue a la basura, colchones viejos, muebles, libros maltratados, carriolas, ropa, patrones de papel, azulejos rotos y buenos, vidrios, puertas consumidas por el polvo y golpeadas en las orillas, juegos de mesa, cuadros, cómodas. Sólo dejé lo esencial, que podría servirme y ciertos muebles, como recuerdo de mi abuela.

La casa tenía su fauna particular: encontré lagartijas grandes, de tonos rojizos y verdes, familias de cucarachas, moscos, ratones, escarabajos y escorpiones. Fumigué a conciencia para la llegada de los tres cachorros criollos que ahora me acompañan, de Cloe, la bulldog y de Pelusa, la gata. Luego vino la construcción: tirar paredes, subir cerramientos, abrir puertas en donde no había, clausurar otras, meter luz, adecuar el sanitario y las tuberías de agua y luz, enyesar, instalar abanicos de techo, traer muebles, adaptar otros, armar algunos más, pintar paredes y techos, decoraciones. 

Y mientras hacía eso, lidiar emocionalmente con las rupturas y separaciones, con la incertidumbre en el trabajo que al final se resolvió positivamente, viajar, estar siempre viajando a Huelva, a Sevilla, a Madrid, a Ciudad de México, a Guadalajara, a Hermosillo, a Matamoros y Ciudad Victoria, el orden no está cronológico y arrastrar todas las emociones en una caja de zapatos y caminar esos adoquines y aceras y jardines y pasillos feriales con esos zapatos puestos de la incomodidad que da la tristeza de los futuros que no se escribieron. La ansiedad de lo que no pudo ser. La dureza del drama. La culpa.

No es que te regresaste a tu casa, sino, a qué volviste con tus padres. Esa es la pregunta. En estas semanas los he oído, he charlado con ellos, los he llevado al cine, a cenar, a la clínica. Los he escuchado lo que no lo hice los últimos años. Anoche, al fin, pude dormir en esta vieja nueva casa. Coloqué, en una esquina, fotos de toda la gente que vivió bajo estas paredes. No las reconocerían si las vieran, pero aquí sigue la vieja puerta de madera que da al patio. No la voy a tocar, aunque desentona con todo lo nuevo. Por esa puerta salieron mis abuelos, tíos, primos y primas. Toda mi familia paterna ha pasado las manos sobre esa aldaba de fierro.

Y me sucedió algo muy curioso estos días: ya casi terminada, aun le faltan cosas, pero quiero resolverlas estos días, me pregunté para qué quería yo una casa nueva. Sí, invertí tres meses de reacomodo y me pregunté para qué quería yo esta casa. Tal vez eso aun debe responderse más adelante. Anoche, insisto, al fin dormí aquí, pero me levanté temprano para ir con mis padres, que viven a unas casas y cruzando la calle. Me fui para allá como si allá estuviera a salvo. No es para habitar una casa que construimos una casa, dice el poema de Juan Gelman, y qué simbólico que ese poema que le usurpé a un amigo ahora al fin, tenga su significado en mi vida. Porque sucede que tenemos sed y paciencia de animal.

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