Luis le dijo que sin ella no podría. Le dijo ahí, mientras ambos esperaban el camión, con la gente a un lado, que no se fuera. Y al decir esto, Blanca volvió el rostro y por primera vez lo miró con lástima, apenas una refinada tristeza. Lo tomó de la mano, la acarició, jugó con los dedos levantándolos, dejándolos caer entre los suyos y por un momento Luis pensó que las cosas se iban a solucionar y todo volvería a ser como siempre. Pensando en eso miró hacia el horizonte. Más allá del estacionamiento del banco, de las fachadas amarillas de las tiendas, del anuncio panorámico donde una mujer sonreía con toda su felicidad, se veía un cielo rojizo, pulverizado, un cielo tinta sangrante apenas azulado. Pensó que así era el momento con ella: rojo, pero con un azul que se sobrepondría decididamente a todos sus problemas. Se quedó mirando mientras sentía las manos de ella acomodarse en las suyas y le llegaba el sonido áspero de los camiones en la avenida y el golpe poroso del smog. Luego, cuando la tarde cayó, cuando la gente que aguardaba en la parada fue cambiada por otra los cobijó la noche. Blanca soltó la mano, se levantó, se ajustó la blusa y le dijo:
—Es todo. Me voy.
—¿Qué dices?
—Me voy. Ha durado poco el atardecer y mientras duró tuvimos una esperanza. Pero ahora ya ves, no dijiste nada y todo se ha vuelto negro.
—Miraba el atardecer —le dijo.
—Yo también, pero creo que lo hemos mirado distinto. Donde tú viste rojo yo sólo vi cómo todo se iba poniendo negro.
Luego no dijeron nada más. La noche seguía perfecta cuando se fueron.