—Yo voy —dijo Pepe y apretó bien la canica.
A un lado, en el llano, no muy lejos de las casas, pasó un globero y sonó su silbato. Los niños volvieron la mirada hacia los globos pero después centraron su atención en la jugada.
En el pozo estaban atrapadas nueve canicas de todos los colores. Fuera de él, en un orden sin orden, se encontraban las demás. De todas, Pepe quería a la Tonina, una canica negra y grande descascarada y que estaba en el pozo. Con esa nadie le podría ganar. Miró hacia el llano y vio a lo lejos un camión de basura y después tuvo calor y se quitó el suéter.
—Anda, ya, ni que fueras ganar — gritó Héctor fastidiado.
—Ya voy, pérate.
La canica que tenía en la mano parecía un ojo de gato: blanca, con una pupila azulada y roja que la atravesaba a la mitad y se retorcía en el centro.
—Órale, Pepe —chilló Héctor.
Pepe se puso en cuclillas y se sintió por primera vez centro de las miradas. Tenía que tirar con todas sus fuerzas para sacar a la Tonina, tenía que golpearla no de lleno, sino al lado para impulsarla. Ya se veía con ella en la bolsa, mirándola después en su casa cuando jugara solo en el patio.
—Si no tiras yo sigo —dijo Héctor.
Entonces Pepe ahuecó la mano, acomodó la canica y la lanzó con furia con el dedo pulgar como palanca. La uña le dolió por la fuerza y la bola salió endemoniadamente rápida, una centella, un rugido de cristal rumbo al pozo. Chocó primero con una canica verde, después movió a empujones una roja y finalmente colisionó con la Tonina. El golpe fue certero. Pepe y todos pensaron que era el mejor golpe que alguien había dado.
—¿Tanto para eso? —dijo Héctor con burla—. Sigo, sigo. Pepe metió las manos en las bolsas del pantalón. A lo lejos seguía el globero por la calle y el camión de basura aún estaba recogiendo tambos y bolsas. Cuando Pepe se puso en cuclillas pensó que ojalá Héctor también quisiera la Tonina y sacara con su jugada su canica que parecía ojo de gato y que ahora estaba, como abrigada, en el pozo, junto a la gigante negra.