Ahora tengo que lidiar con mi propia insatisfacción cuando me siento a intentar escribir. O escribir. Hilvano algunas historias, aprieto algunos inicios y después viene el silencio. La ruptura entre ese que intenta escribir y este que es incapaz de hacerlo. Me gana la repetición de la fórmula, como el cansancio de mis viejas palabras que ya están otra vez aquí en mis dedos, brincoteando cansinamente sobre el teclado. Y entonces dejo de escribir. Me paralizo. Busco un discurso tangencial, como éste, pero la historia ha sido abortada. Hace tiempo me sentaba y la historia salía. Algo de fascinación existía al momento de escribirlas. Nada me detenía. Nada me era ajeno entre ese malabar de contar al personaje o de llevarlo por rutas desconocidas. Mi padre me dijo que me debo de hacer hombre, decía un personaje y la historia era sencilla. Se abría ante mí con singular sencillez hasta que no terminaba con el derrotero de aquel personaje, sus aventuras o desventuras.
Me acostumbré por un tiempo a vivir con mis borradores. Los borradores de mis cuentos estaban ahí, esperándome, siempre listos para alguna corrección. Eso también era escribir. Como si mi trabajo se planificara por un diagrama laboral bien establecido. Una tarde lo dedicaba a escribir un cuento, la mañana siguiente a corregir otro. Y en ese ritmo casi febril aparecían más historias. Un hombre que hace un juego de mesa de luchadores, los últimos minutos de El Santo, un niño cuyo padre canta en los funerales, una historia vaga sobre un mascarero. Yo no sólo era un escritor de historias, sino un amontonador de historias. Tenía mis carpetas en orden. Primeras, segundas, terceras versiones. Impresos se amontonaban en mi escritorio. Mis borradores eran mi ahorro, mi capital, esa cuenta en el banco que sólo veía cómo se abultaba. Si hay algo que haga a alguien escritor creo que es la cantidad de material que tiene en sus cajones. Yo tenía mucho material durante un tiempo.
Ahora, casi todos mis libros han salido. Se han ido de mí. Uno sólo volvió para hacerle una corrección. Otro lo dejé al amparo amoroso de una editora. Con lo que me quedado es con lo más viejo, con lo más feo de mis escritos de dos años. ( o tal vez he dejado ir lo más feo en realidad). Lo que he perdido estos días era esa emoción casi inocente de corregir. Hay un cuento de Cecilia Rojas, una escritora de La Paz, que habla sobre un sujeto que pierde su capacidad para escribir. Lo último que escribe, es esa radiografía de la pérdida. “Lo último que he escrito, es esto que leen. Después no habrá nada”, creo que dice, mal cito es la verdad, pero esa es la idea final de ese cuento. A veces creo que esa sensación la tienen todos. No es original. Y sin embargo, todos los días, me despierto con ese candor de encontrar ahora sí, en este nuevo día, algo que contar. Y esas frases que iniciarán el cuento o la historia vuelven a aparecer pero son sólo un libelo baladí. No me causan fuego. No prenden la hoja, ni el teclado, ni la emoción. En el fondo es que la historia no se resiste, pero la técnica sí. Es la técnica cansada, reutilizada, la maquinaría gris lo que me impide volver a escribir cuanto antes. Tengo que encontrarme la manera de volver a tener mis hallazgos en lo que escribo. Lo sé. No importa en el fondo lo que se dice. Siempre importa el cómo es.
Me acostumbré por un tiempo a vivir con mis borradores. Los borradores de mis cuentos estaban ahí, esperándome, siempre listos para alguna corrección. Eso también era escribir. Como si mi trabajo se planificara por un diagrama laboral bien establecido. Una tarde lo dedicaba a escribir un cuento, la mañana siguiente a corregir otro. Y en ese ritmo casi febril aparecían más historias. Un hombre que hace un juego de mesa de luchadores, los últimos minutos de El Santo, un niño cuyo padre canta en los funerales, una historia vaga sobre un mascarero. Yo no sólo era un escritor de historias, sino un amontonador de historias. Tenía mis carpetas en orden. Primeras, segundas, terceras versiones. Impresos se amontonaban en mi escritorio. Mis borradores eran mi ahorro, mi capital, esa cuenta en el banco que sólo veía cómo se abultaba. Si hay algo que haga a alguien escritor creo que es la cantidad de material que tiene en sus cajones. Yo tenía mucho material durante un tiempo.
Ahora, casi todos mis libros han salido. Se han ido de mí. Uno sólo volvió para hacerle una corrección. Otro lo dejé al amparo amoroso de una editora. Con lo que me quedado es con lo más viejo, con lo más feo de mis escritos de dos años. ( o tal vez he dejado ir lo más feo en realidad). Lo que he perdido estos días era esa emoción casi inocente de corregir. Hay un cuento de Cecilia Rojas, una escritora de La Paz, que habla sobre un sujeto que pierde su capacidad para escribir. Lo último que escribe, es esa radiografía de la pérdida. “Lo último que he escrito, es esto que leen. Después no habrá nada”, creo que dice, mal cito es la verdad, pero esa es la idea final de ese cuento. A veces creo que esa sensación la tienen todos. No es original. Y sin embargo, todos los días, me despierto con ese candor de encontrar ahora sí, en este nuevo día, algo que contar. Y esas frases que iniciarán el cuento o la historia vuelven a aparecer pero son sólo un libelo baladí. No me causan fuego. No prenden la hoja, ni el teclado, ni la emoción. En el fondo es que la historia no se resiste, pero la técnica sí. Es la técnica cansada, reutilizada, la maquinaría gris lo que me impide volver a escribir cuanto antes. Tengo que encontrarme la manera de volver a tener mis hallazgos en lo que escribo. Lo sé. No importa en el fondo lo que se dice. Siempre importa el cómo es.
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