VI AL MUCHACHO ACERCARSE desde las casas donde terminaba la ciudad. Arrastraba un hilo de polvo como si eso fuera lo único que se le podía pegar a aquel punto gris y redondo que se movía a lo lejos. Me subí a la máquina, abandonada quince años atrás después de transportar a presidentes y gobernadores por la costa del Golfo de México y desde ahí la figura tomó forma de hombre con cabeza, brazos y piernas. Agitó los brazos en señal de saludo y yo hice lo mismo. La vida en este lugar es tan aburrida que el saludo de un extraño te alegra el momento. Miré hacia atrás la hilera negra de vagones, los niños que jugaban con la tierra, parecían empezar a moverse para acercarse un poco más a ese muchacho, en un ruido de gritos, moscas y polvo. Las viejas regresaban de la vía a Laredo después de vender sus chucherías. Era una lenta peregrinación de rebozos y cuerpos que regresaban a puños, como una ola de piel vieja y arrugada. La figura se fue acercando. Me moví sobre el pasillito y maldije esa lámina tibia que empezaba a quemarme las nalgas. Sin embargo no me levanté. Apenas llegó, el muchacho apoyó el cuerpo en una esquina, alzó el rostro y pude distinguir la cara lampiña, el cuerpo delgado. Buen lomo, me dije. Todavía echaba de menos a Roberto. Luego caminó despacito, como si estuviera palpando la tierra, distinguiendo con los pies los montones, los hoyos que los güercos habían hecho simulando bombas, los matorrales llenos de espinas. Le dio la vuelta a la máquina. Subió por las escalerillas y pasó a mi lado. Entró en el cubículo donde antes estuvo un maquinista de overol y grandes bigotes, cuando esta mole pasaba por Guaymas, Culiacán y Nayarit, a setenta kilómetros por hora y arrastrando, como una gran oruga de fierro, más de ciento veinticinco vagones cafés, amarillos, oxidados, con una carga de ocho toneladas de sorgo, maíz, acero o documentos importantes; antes de que, el tiempo, las lluvias, los desplomes de vías y puentes lo fueran aniquilando como un animal enfermo, y lo volvieran lento, como ese muchacho que caminaba alrededor de la máquina. Quise ir con él pero estaba demasiado cansado de arrastrarme así que espere. Así como espere a Roberto cuando lo vi venir de las casas, cuando la ciudad estaba todavía más lejos y uno tenía que abrir bien los ojos para distinguir el lomerío y las casas hechas a la fuerza, cuando Roberto se acercó y vio mis canas largas y sucias, las ojeras del color que toma el agua revuelta donde se esconden mis ojos, el moquillo que nunca he podido evitar, esta piel llena de manchas negras o pardas. Así que espere. La marea de ancianas subía con torpeza a los vagones. Se acercaban con lentitud como si fueran lanchas pequeñas y acabadas que esperan tocar puerto, aunque fuera este puerto de roca y polvo. Al fin el muchacho se sentó junto a mí. Respiro con profundidad y me miró como todo mundo lo hace, con una mezcla de asco y compasión al ver junto a mí las cajas de chicles y esa mirada de perro sin dueño que tengo; pero antes de que me preguntara otra cosa, porque siempre terminan preguntando eso, le dije
- Fue el tren, me mochó las dos piernas.
Agite los dos muñones con vendas sucias y pasé una mano sobre la lisura redonda donde empiezan mis piernas de aire; mis piernas gigantescas y flojas que se meten en donde sean, según yo lo desee, desde los cuartos malolientes a orines de Solidaridad hasta los cuartos limpios del edificio de Ingenieros que está enfrente del crucero donde trabajo o las calles cerradas y llenas de baches de donde recojo periódicos, cartones de aluminio; o en las afueras de las editoriales donde me dan montones de libros que nadie compra y yo leo y luego quemo para darme luz en las noches de Solidaridad. El muchacho volvió a mirar los tejabanes, la hebra blanca o rojiza que se movía sobre la ciudad cómo un dragón despierto por la mañana. Era una mirada de nostalgia que tienen todos los habitantes de Solidaridad. Miran rumbo a las casas como si desearan esos montones de paredes de cemento y techos de lámina, las tienditas de la esquina con sus estantes repletos de comida, sus baños con drenaje.
- Voy a vivir aquí - me dijo el muchacho. Escuché la voz amargada, dicha a pedradas, con esfuerzo. - ¿ Cree que pueda quedarme algunos días en esta máquina ? - Sonreí en silencio. Mire bien en sus ojos. No, este muchacho se iba a quedar toda su vida en este lugar, junto a este cementerio de viejos y fuereños. No tenía el coraje para vivir en la ciudad. Así como yo no lo tengo, ni nadie en este lugar. Traté de levantarme.
- Ayúdame muchacho, que no ves que estoy cojo.
- Me llamo Dagoberto, Dago para usted.
Sonreí. Un hormigueo familiar empezó a descender desde mi cintura y llegó hasta los muñones. También ellos saboreaban extenderse de nuevo en huesos, sangre, nervios, piel, dejar para siempre las piernas de aire, para sentir de nuevo el dolor de andar sobre la tierra en dos pies y no con un estómago, o codos o brazos. Dago se inclinó un poco y mostró la espalda joven, fuerte, como la de Roberto. Los muñones me hirvieron por la sangre que se agolpaba con fuerza en ellas y Dago volvió a mirar rumbo a la ciudad, como si de pronto se diera cuenta que vivir aquí, en el oxidado cementerio de vagones, junto a forasteros con acento de San Luis Potosí, junto a viejas decrépitas cuyos rostros el tiempo borraba en arrugas o lunares anchos junto a la nariz o verrugas llenas de pelos, junto a legiones de grillos que todas las noches se pegaban a las paredes tibias de los carros, que todo eso, era enterrarse en vida, dejar el coraje para andar por calles anchas, vecindades olorosas a sudor y orines, calles angostas, carros estacionados y grupos de perros despellejados; y Dago se sentó junto a mí. Suspiro un momento y por un momento sentí mis pies sobre la tierra, en los montones, la sangre ir más allá de la curvatura de mi piel costrosa y rajada, la sangre se arrastró centímetros junto a unos huesos jóvenes, tendones, nervios y carne, carne de segunda, de pobre, pero carne al fin, como la mía. Después empecé a caminar. El muchacho me cargaba. Había crecido, estaba más alto. Las piedras me calaban en los pies. Mis pies andaban. Mis pies eran largos, huesudos, de uñas negras que se dejaban ver a través de los huecos de mis huaraches de llanta, mis pies olían a podrido pero caminaban. Mire rumbo a la ciudad. Las casas estaban en silencio. Cuando volteé, Solidaridad parecía un montón de fierros sin vida, huecos. El sol pegaba, amarillo, despierto.. La tierra estaba caliente y volvía ver a Solidaridad y ya veía los techos ardientes de las máquina, del carro-carreo, del cabús: ardiendo cómo todos los días, en ese infierno diario. Las últimas mujeres regresaban de la vía del ferrocarril a Laredo como pequeñas figuras de humo que, apenas se desprendían de la tierra se evaporaban en la soledad del desierto y sus cazuelas repicaban como campanas heridas. Unas viejas empezaban a cruzar la malla de fierro donde el gobierno puso el letrero pero ahora eso ya no me importaba. Mis piernas se movían con torpeza sobre el terreno. Me sudaban, tenía comezón. - Ya te acostumbraras al terreno, le dije al muchacho. Quiso decirme algo pero lo callé.- Las piernas no piensan muchacho, - le dije mientras me cargaba y nos acercábamos a las casas. - las piernas tampoco hablan.
- Fue el tren, me mochó las dos piernas.
Agite los dos muñones con vendas sucias y pasé una mano sobre la lisura redonda donde empiezan mis piernas de aire; mis piernas gigantescas y flojas que se meten en donde sean, según yo lo desee, desde los cuartos malolientes a orines de Solidaridad hasta los cuartos limpios del edificio de Ingenieros que está enfrente del crucero donde trabajo o las calles cerradas y llenas de baches de donde recojo periódicos, cartones de aluminio; o en las afueras de las editoriales donde me dan montones de libros que nadie compra y yo leo y luego quemo para darme luz en las noches de Solidaridad. El muchacho volvió a mirar los tejabanes, la hebra blanca o rojiza que se movía sobre la ciudad cómo un dragón despierto por la mañana. Era una mirada de nostalgia que tienen todos los habitantes de Solidaridad. Miran rumbo a las casas como si desearan esos montones de paredes de cemento y techos de lámina, las tienditas de la esquina con sus estantes repletos de comida, sus baños con drenaje.
- Voy a vivir aquí - me dijo el muchacho. Escuché la voz amargada, dicha a pedradas, con esfuerzo. - ¿ Cree que pueda quedarme algunos días en esta máquina ? - Sonreí en silencio. Mire bien en sus ojos. No, este muchacho se iba a quedar toda su vida en este lugar, junto a este cementerio de viejos y fuereños. No tenía el coraje para vivir en la ciudad. Así como yo no lo tengo, ni nadie en este lugar. Traté de levantarme.
- Ayúdame muchacho, que no ves que estoy cojo.
- Me llamo Dagoberto, Dago para usted.
Sonreí. Un hormigueo familiar empezó a descender desde mi cintura y llegó hasta los muñones. También ellos saboreaban extenderse de nuevo en huesos, sangre, nervios, piel, dejar para siempre las piernas de aire, para sentir de nuevo el dolor de andar sobre la tierra en dos pies y no con un estómago, o codos o brazos. Dago se inclinó un poco y mostró la espalda joven, fuerte, como la de Roberto. Los muñones me hirvieron por la sangre que se agolpaba con fuerza en ellas y Dago volvió a mirar rumbo a la ciudad, como si de pronto se diera cuenta que vivir aquí, en el oxidado cementerio de vagones, junto a forasteros con acento de San Luis Potosí, junto a viejas decrépitas cuyos rostros el tiempo borraba en arrugas o lunares anchos junto a la nariz o verrugas llenas de pelos, junto a legiones de grillos que todas las noches se pegaban a las paredes tibias de los carros, que todo eso, era enterrarse en vida, dejar el coraje para andar por calles anchas, vecindades olorosas a sudor y orines, calles angostas, carros estacionados y grupos de perros despellejados; y Dago se sentó junto a mí. Suspiro un momento y por un momento sentí mis pies sobre la tierra, en los montones, la sangre ir más allá de la curvatura de mi piel costrosa y rajada, la sangre se arrastró centímetros junto a unos huesos jóvenes, tendones, nervios y carne, carne de segunda, de pobre, pero carne al fin, como la mía. Después empecé a caminar. El muchacho me cargaba. Había crecido, estaba más alto. Las piedras me calaban en los pies. Mis pies andaban. Mis pies eran largos, huesudos, de uñas negras que se dejaban ver a través de los huecos de mis huaraches de llanta, mis pies olían a podrido pero caminaban. Mire rumbo a la ciudad. Las casas estaban en silencio. Cuando volteé, Solidaridad parecía un montón de fierros sin vida, huecos. El sol pegaba, amarillo, despierto.. La tierra estaba caliente y volvía ver a Solidaridad y ya veía los techos ardientes de las máquina, del carro-carreo, del cabús: ardiendo cómo todos los días, en ese infierno diario. Las últimas mujeres regresaban de la vía del ferrocarril a Laredo como pequeñas figuras de humo que, apenas se desprendían de la tierra se evaporaban en la soledad del desierto y sus cazuelas repicaban como campanas heridas. Unas viejas empezaban a cruzar la malla de fierro donde el gobierno puso el letrero pero ahora eso ya no me importaba. Mis piernas se movían con torpeza sobre el terreno. Me sudaban, tenía comezón. - Ya te acostumbraras al terreno, le dije al muchacho. Quiso decirme algo pero lo callé.- Las piernas no piensan muchacho, - le dije mientras me cargaba y nos acercábamos a las casas. - las piernas tampoco hablan.
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