Una ley originada en una iniciativa ciudadana, que beneficia igualmente a los lectores, a los editores y a los libreros -grandes y pequeños-, apoyada por todos los gremios de la cadena productiva del libro y aprobada en el Congreso, con el apoyo de todos los partidos políticos por las cámaras de diputados y senadores, fue irresponsablemente vetada -con argumentos que revelan una total ignorancia sobre su sentido y sus efectos- por el presidente Vicente Fox hace unos días.
El veto improvisado de Fox absurdamente propicia -nada más ni nada menos- todo lo que él dice querer evitar.
Si algo habría apoyado las políticas de fomento a la lectura que Fox quiso impulsar, sería sin duda la aplicación de esta ley que ahora veta. Se trata de una ley probada durante años en numerosos países (España, Francia, Alemania, Dinamarca, Portugal, Japón y Corea, entre muchos otros) como una ley necesaria para la sustentabilidad y proliferación de librerías que fomenta la diversidad de la oferta editorial y que, por si fuera poco, baja los precios de los libros.
En Francia, para dar un ejemplo, el número de librerías se multiplicó por cuatro en los últimos 20 años. En Finlandia, donde se prescindió de la ley, las 750 que tenía se redujeron a 450. El precio de los libros en todos los países que han adoptado esta ley, favorable a su producción y distribución, se ha mantenido por debajo de la inflación. En Inglaterra, donde hace 10 años dejó de observarse, el precio de la mayoría de los libros subió al doble de la inflación.
Bajo esta ley que no se apoya en subsidios, sino en permitir que las librerías sean rentables en cualquier punto del país -en cualquier ciudad, grande o pequeña-, los editores, que compiten entre sí con la calidad de sus catálogos y los precios de sus libros, fijan para cada uno de éstos un precio -de acuerdo con sus particulares costos de producción- que deberá respetarse en los distintos puntos de venta. Las librerías compiten, a su vez, entre sí con sus servicios y la diversidad o especificidad de los títulos que ofrecen. Los lectores se ven beneficiados por la diversificación de los títulos ofrecidos, por la multiplicación de los puntos de acceso en el país y por la reducción de los precios.
Bajo la ley del precio único, que tanto ha favorecido a la mayor parte de la industria editorial europea, el precio de los libros desciende por distintas razones que sanean la cadena que lleva al libro del autor al lector y que tienen como punto de partida una política distinta de descuentos al público. La posibilidad que tienen las librerías de dar descuentos al público se mantiene en buena parte de los casos. Sólo los títulos que no tengan más de tres años de antigüedad y no se hayan resurtido en un año, deben mantener el precio fijado originalmente por los editores para todas las librerías del país, como una medida de protección para ellas.
Las editoriales, bajo el sistema de precio único, como cualquier empresa, ofrecen a las librerías descuentos acordes con el volumen y las condiciones de compra, pero no se ven obligadas a inflar sus precios para sobrevivir -como sucede en los países que carecen de esta ley- para poder otorgar los descuentos, aún mayores, que algunas de las librerías necesitan -en detrimento de todas las demás- para poder ofrecer, a su vez, descuentos igualmente artificiales, y al fin y al cabo ilusorios. Si con la ley del precio único se beneficia a las grandes y pequeñas librerías, a las editoriales, a la creciente red de distribución y a los lectores, sin ella todos pierden, sin excepción.
La tendencia de la cadena del libro regida por la ley del precio único apunta, en todos los casos conocidos, hacia la diversidad, la sana competencia, la pluralidad democrática, la riqueza cultural, la libertad, la división de responsabilidades, la demanda creciente de nuevos títulos, la proliferación de lectores, etcétera. La tendencia sin ella, por otra parte, apunta al extremo opuesto: cada vez menos editoriales, cada vez menos libros, cada vez menos lectores, cada vez menos librerías. El escenario al que finalmente se tiende es el de un muy pequeño número de librerías que, en última instancia, atentan contra sí mismas al asfixiar irremediablemente la industria que debía sostenerlas, y que, al elaborar sus cada vez más reducidas listas de pedidos, concentran, casi a su pesar, las decisiones (compartidas quizá con otros comercios cuyos principales intereses son ajenos al libro) de qué se debe publicar, e incluso qué se debe escribir.
Es más que lamentable que la Comisión Federal de Competencia, con todos los datos a la mano, no haya alertado al presidente Fox de que al vetar el precio único de la ley estaba atentando contra lo que suponía defender. Es más que lamentable también que Fox no haya dado oídos a la inteligente y bien intencionada defensa de la ley que hicieron algunos de sus colaboradores, en apoyo de un vasto y representativo grupo de ciudadanos que ofreció generosamente su esfuerzo y su tiempo durante años en favor de una ley que no sólo beneficia a México, sino que era urgente poner en práctica. Como prueba de esto, entre muchísimas otras más, recordemos que México es, por mucho, el país con menos librerías per cápita en todo el continente, y que día con día, las poquísimas que sobreviven siguen cerrando.
El veto improvisado de Fox absurdamente propicia -nada más ni nada menos- todo lo que él dice querer evitar.
Si algo habría apoyado las políticas de fomento a la lectura que Fox quiso impulsar, sería sin duda la aplicación de esta ley que ahora veta. Se trata de una ley probada durante años en numerosos países (España, Francia, Alemania, Dinamarca, Portugal, Japón y Corea, entre muchos otros) como una ley necesaria para la sustentabilidad y proliferación de librerías que fomenta la diversidad de la oferta editorial y que, por si fuera poco, baja los precios de los libros.
En Francia, para dar un ejemplo, el número de librerías se multiplicó por cuatro en los últimos 20 años. En Finlandia, donde se prescindió de la ley, las 750 que tenía se redujeron a 450. El precio de los libros en todos los países que han adoptado esta ley, favorable a su producción y distribución, se ha mantenido por debajo de la inflación. En Inglaterra, donde hace 10 años dejó de observarse, el precio de la mayoría de los libros subió al doble de la inflación.
Bajo esta ley que no se apoya en subsidios, sino en permitir que las librerías sean rentables en cualquier punto del país -en cualquier ciudad, grande o pequeña-, los editores, que compiten entre sí con la calidad de sus catálogos y los precios de sus libros, fijan para cada uno de éstos un precio -de acuerdo con sus particulares costos de producción- que deberá respetarse en los distintos puntos de venta. Las librerías compiten, a su vez, entre sí con sus servicios y la diversidad o especificidad de los títulos que ofrecen. Los lectores se ven beneficiados por la diversificación de los títulos ofrecidos, por la multiplicación de los puntos de acceso en el país y por la reducción de los precios.
Bajo la ley del precio único, que tanto ha favorecido a la mayor parte de la industria editorial europea, el precio de los libros desciende por distintas razones que sanean la cadena que lleva al libro del autor al lector y que tienen como punto de partida una política distinta de descuentos al público. La posibilidad que tienen las librerías de dar descuentos al público se mantiene en buena parte de los casos. Sólo los títulos que no tengan más de tres años de antigüedad y no se hayan resurtido en un año, deben mantener el precio fijado originalmente por los editores para todas las librerías del país, como una medida de protección para ellas.
Las editoriales, bajo el sistema de precio único, como cualquier empresa, ofrecen a las librerías descuentos acordes con el volumen y las condiciones de compra, pero no se ven obligadas a inflar sus precios para sobrevivir -como sucede en los países que carecen de esta ley- para poder otorgar los descuentos, aún mayores, que algunas de las librerías necesitan -en detrimento de todas las demás- para poder ofrecer, a su vez, descuentos igualmente artificiales, y al fin y al cabo ilusorios. Si con la ley del precio único se beneficia a las grandes y pequeñas librerías, a las editoriales, a la creciente red de distribución y a los lectores, sin ella todos pierden, sin excepción.
La tendencia de la cadena del libro regida por la ley del precio único apunta, en todos los casos conocidos, hacia la diversidad, la sana competencia, la pluralidad democrática, la riqueza cultural, la libertad, la división de responsabilidades, la demanda creciente de nuevos títulos, la proliferación de lectores, etcétera. La tendencia sin ella, por otra parte, apunta al extremo opuesto: cada vez menos editoriales, cada vez menos libros, cada vez menos lectores, cada vez menos librerías. El escenario al que finalmente se tiende es el de un muy pequeño número de librerías que, en última instancia, atentan contra sí mismas al asfixiar irremediablemente la industria que debía sostenerlas, y que, al elaborar sus cada vez más reducidas listas de pedidos, concentran, casi a su pesar, las decisiones (compartidas quizá con otros comercios cuyos principales intereses son ajenos al libro) de qué se debe publicar, e incluso qué se debe escribir.
Es más que lamentable que la Comisión Federal de Competencia, con todos los datos a la mano, no haya alertado al presidente Fox de que al vetar el precio único de la ley estaba atentando contra lo que suponía defender. Es más que lamentable también que Fox no haya dado oídos a la inteligente y bien intencionada defensa de la ley que hicieron algunos de sus colaboradores, en apoyo de un vasto y representativo grupo de ciudadanos que ofreció generosamente su esfuerzo y su tiempo durante años en favor de una ley que no sólo beneficia a México, sino que era urgente poner en práctica. Como prueba de esto, entre muchísimas otras más, recordemos que México es, por mucho, el país con menos librerías per cápita en todo el continente, y que día con día, las poquísimas que sobreviven siguen cerrando.
Señor presidente Fox, usted tiene sobre su mesa, en algún lugar de esa mesa llena de papeles con pendientes de fin de sexenio, una iniciativa para una llamada Ley de Fomento para el Libro y la Lectura. El texto ya fue aprobado por el Senado y por la Cámara de Diputados.Sé que está recibiendo presiones para firmar la ley y publicarla. Por favor, no lo haga. El daño sería enorme.Quizá no recuerde usted mi editorial "Contra el libro" publicado en este mismo periódico el 23 de marzo del 2006. Desde entonces expresé mi preocupación por una ley que quizá en algunos puntos tenga aspectos positivos, pero que tiene un elemento tan perjudicial que ahoga todo lo demás: la obligación de que el precio de un libro sea el mismo en todo el país.Piénselo usted bien, señor presidente. Si usted aprueba esta ley convertirá en un delincuente a quien se atreva a dar un descuento en la venta de un libro.Quienes han promovido esta monstruosa iniciativa utilizan un lenguaje tomado del newspeak de George Orwell. Recordará usted que este escritor británico nos describió en su novela "1984" un régimen totalitario que inventa un idioma especial para hacer que lo malo parezca bueno. Es como cuando Ronald Reagan llamaba a los misiles "preservadores de la paz".De la misma manera, esta iniciativa, cuyo propósito es elevar el precio de los libros al prohibir los descuentos, y que implicará por lo tanto una disminución de la lectura en nuestro país, se presenta -sin ironía, con desfachatez-como la "Ley de Fomento para el Libro y la Lectura".No se requiere mucha sapiencia económica, señor presidente, para saber por qué la ley causará un aumento en los precios de los libros. Si se obliga a que un libro se venda al mismo precio en cualquier lugar del país, sin importar los costos de distribución ni las condiciones de mercado, se estará eliminando una flexibilidad fundamental para un buen desempeño económico. Así, los precios se elevarán al nivel que tienen en el punto de venta menos competitivo o simplemente los libros no llegarán a lugares cuyos costos de distribución sean demasiado altos. La consecuencia de esta ley será impedir la venta de libros en las zonas más apartadas del país y subir los precios en las grandes ciudades por la prohibición de dar descuentos.Quienes buscan promover sus intereses económicos con esta ley le han presentado a usted argumentos que dicen que en otros países, como Francia, Alemania y España, ha habido muchos beneficios por el sistema de precio único. Pero independientemente de que éstos son países pequeños y magníficamente bien comunicados, en que los costos de transporte a casi cualquier lugar son iguales, los libros son más caros en esos países.Pregunte usted a la gente del servicio exterior. Le dirán que los libros en Estados Unidos, Canadá o el Reino Unido, países con libertad de precios, son más baratos que en Francia, Alemania o España que tienen precio único. Quienes hemos sido estudiantes siempre hemos sabido que un Penguin inglés es más barato que el equivalente Livre de Poche francés. Pero déjeme decirle que muchas veces es más barato, incluso, comprar un libro francés en Inglaterra que en Francia.Pregunte usted a nuestra Comisión Federal de Competencia. Sin duda le proporcionará información que señala que los libros en los países con libertad de precios son entre un 20 y un 30 por ciento más baratos que en los que tienen precio único. Por eso Finlandia, un país comprometido con la educación y la lectura, dejó el precio único en 1971.De hecho, la Comisión le dirá que el precio único ni abarata los libros, ni genera una más dinámica industria editorial ni promueve el surgimiento de nuevas librerías. Todo lo contrario, al eliminar la flexibilidad de precios, encarece los libros, reduce la competitividad de las editoriales e impide el surgimiento de nuevos puntos de venta.Yo entiendo que hay presiones para que usted firme esta iniciativa. La industria editorial piensa que de esta manera puede reducir la competencia y obtener mayores precios por sus libros. La Secretaría de Educación, presionada por los editores, busca darles a éstos un pequeño regalo de fin de sexenio. Algunos intelectuales de izquierda, que desconfían de la competencia, afirman que hay que sacar al libro del mercado.Pero piense usted la responsabilidad histórica que tiene. Un estadista no puede aprobar una ley simplemente para quedar bien con unos cuantos. ¿Quiere promulgar una ley que subiría los precios de los libros, impediría que llegaran libros a zonas aisladas y reduciría aun más los índices de lectura de nuestro país? Y, por otra parte, en este país en el que tenemos tantos criminales en las calles, ¿verdaderamente piensa usted que es correcto convertir en un delincuente a un librero por el delito de dar un descuento en la venta de un libro?
Mi pregunta final
¿Cuál es el punto de vista correcto, veraz? Es difícil crear un punto de vista sin demasiadas herramientas. Recuerdo entonces algo de la facultad. Una compañera quería refutar a un maestro y su último intento fue: "por favor". El maestro dijo: "nada de por favor, hechos, sobre eso se justifica, un hecho que uno haya comprobado, no oído".