La ola de violencia desatada en Monterrey ha ido en una espiral ascendente que ya invadió la tranquilidad de las casas. Orgullosa de su progreso, de la belleza de sus mujeres y su alto estatus moral -al menos pregonado por las altas clases sociales-, la ciudad se encuentra ahora sumida en la violencia. Si bien, todos se quieren limpiar las manos al argumentar que los tantos y tantos descabezados, los ultimados a un lado de la carretera, los ministeriales asesinados en el interior de sus carros y los pintores ultimados afuera de una casa, que todo eso, es obra del narco, ajustes del narco, cosas que son del narco y de las que es mejor no meterse.
Pero lo cierto es que dejar la mecha prendida, ayuda a que otros incendiarios se cuelen. Algo de esto, sin embargo, no sólo tiene qué ver con los ajustes del narco sino con la educación sentimental de la ciudad y el espíritu bronco del norte. Durante mucho tiempo, la nota roja ha sido la delicia de la sociedad regiomontana, no hablo de aquella que tiene sus miradas puestas en parecerse a San Antonio o en casar a su hija con un gringo; sino de la gente común y corriente, ávida por conocer y leer sobre los muertos de la noche anterior.
El Sol, y El Extra, semanarios de los grupos Reforma y Multimedios Estrellas de Oro, antes de que éstos se convirtieran en los gigantes de hoy, eran los periódicos más leídos, con el tiraje más grande y por lo mismo, con las mejores ganancias. Su especialidad eran los encabezados: matan a hombre con piedra, le suelta cinco balazos, descubre a su mujer con su amasio y lo ultima, se lo lleva el camión, eran las cabezas predilectas de esos periódicos. La sangre vendía. Junto con estos vespertinos, existía otra revista de amplia venta entre la gente: El Alarma. Esta revista llegaba hasta el límite del amarillismo. Cuerpos partidos en dos, destrozados sobre las planchas de los anfiteatros, manos perdidas entre las vías del tren, cabezas partidas por dos eran las mejores medallas gráficas (las fotografías) que apuntalaban el gusto por lo grotesco.
Siguiendo con este orden, tampoco es de sorprender que el libro más vendido en la ciudad sea El crimen de la calle de Aramberri, escrito por el autor regiomontano Hugo Valdés Manríquez. Más allá de la calidad de la obra, novela policiaca sugerente, acaso la inauguradora del género negro en Monterrey, y en su tiempo elogiada por el mismo Carlos Fuentes, la obra encontró una rápida acogida en la ciudad porque también retrataba la violencia nuestra. Siempre es bueno saber a quien mataron en el lugar donde vives, es parte de tu historia y tu tradición.
En Monterrey, como en otras partes, también se ama la violencia. Medios, historia, corridos y canciones de Piporro que se han arraigado en el marco de la tradición, nos han enseñado a valorar a quien mata a otro, a quien se defiende asesinando al otro. Porque el norteño es así: franco, no perdona las ofensas, no permite que nadie habla mal de él y ensucie su nombre ni que nos ganen el mandado. Y si lo hacen, sólo hay una forma, quebrarlos, bajarlos, romperlos, chingarlos. Es parte de nuestra cultura, un patrón que se repite desde los grandes empresarios que acaban con las empresas de los otros hasta el par de afanadores que en una tarde de borrachera no perdona que su compadre lo ofenda, y sale, y va a su casa y trae un zacapico y se lo deja caer al compadre. Y luego, con el cadáver fresco, todavía se sienta a terminarse la cerveza, otro de los orgullos regios, otra de las empresas regiamente establecidas.