Pushkin murió después de un duelo, Brodsky, corrió mejor suerte, ya que murió en brazos del nobel, mientras que Mandelstan, el gran poeta ruso, exiliado en Siberia, el gran autor de los poemas contra Stalin, encontró la muerte en la pálida blancura de esas nieves, a las cuales, en un poema, pide que lo cubran.
Y pienso en Pushkin, en Brodsky y en Mandelstan mientras voy en el metrobus y me encuentro de golpe con tres lavacoches de barranca del muerto: Manuel, Daniel, Pedro. Pedro viene diciendo albures ante la sonrisa afectuosa de los otros. Pedro viene un poco borracho. El tufo alcohólico me llega de golpe cuando la gente me lanza contra ellos. Llevo en la mochila la lap top de O, llevo en la mano una película de futbol y en la otra una botella de agua. "Eh, compa, dame agua, no? pidePedro con el brillo almibarado en los ojos, un brillo que sólo el licor puede dar. Dudo un momento pero termino entregándole la botella de agua. A ver la película, dice Daniel y extiende la mano cuando se la entrego. ¿A tí te gusta el futbol? quiere saber Daniel. Sí, pero soy muy malo para jugarlo, le respondo. Yo le voy al América, dice Pedro después de limpiarse la boca y entregarme la botella.
Después, llegamos a los albures. Me siento extrañamente cómodo al platicar con los tres. La charla se desgrana con suma facilidad. Nuestras risas incomodan un poco al resto de los pasajeros, acostumbrados a la solitaria privacía que siempre se puede encontrar en cualquier vagón del metro o del metrobus. Hablamos de futbol, después de beisbol, de su jornada en barranca del muerto. Pedro me sigue albureando y yo resisto paciente y le contesto. Oye, este guey ya me agarró de bajada, le digo a Daniel quien sólamente sonrié.
Y pienso entonces en qué lejos puede estar la poesía de nosotros en ese momento, pero también, qué cerca está. Pienso en Pushkin huyendo con su amiga gitana del ejército del zar, pienso en Stalin, preguntándole a Brosky si en realidad Mandelstan es un gran poeta. Respuesta que pende como una espada de Damocles sobre el cuello del poeta. Pienso en Maldelstan, otro de los grandes poetas rusos masacrados durante el régimen de Stalin, bautizado por el mismo Mandelstan, "el pequeño cosaco", aterido en una celda en Siberia. Y Pedro me sigue albureando y en un arranque poetoso, les digo que conozco la historia de un poeta que murió en Siberia. Y al instante los tres se callan, me miran con aire curioso, adoptan una postura distinta. El mismo Pedro se caya por un momento, sonríe y me dice: pues a qué te de dedicas. Y le respondo: a escribir. Entonces no estás tan guey, dice Daniel y me sonríe. Y yo: A, eso quisiera. Les cuento brevemente la historia de Mandelstan, de Stalin y ellos escuchan un tanto interesados y hablan de Siberia como si la conocieran y yo les digo cómo lo castigaron, qué decía el poema que casi un par de horas atrás emocionó a algunos cuantos en la Fundación.
Pero aun no llegamos cuando Pedro me dice: a ver, si es cierto que eres escritor, a ver, dime, tú como contarías la historia de un guey que ya tiene esposa, pero quiere andar con otra. Daniel se me queda viendo con demasiada atención. Esto es más difícil que ganarse un premio o salir bien de una tutoría. Me exigen una historia de ya. Entonces, fabulo. Y les cuento brevemente una historia sobre dos lavacoches en barranca del muerto y una mujer que se a metido en la mente de uno y que no al puede sacar por más carros que lava, y que trae el recuerdo de esa mujer en todas las llantas de los carros, y en todas las veces que mete la jerga a la tina con agua.
Cuando termino de contar la historia, de esos lavacoches, Daniel saca una pelota de tenis, una pelota sucia y me la entrega.
Es de un tenista acá, importante, nos la dio, nosotros también le lavamos su carro. Quédatela, te la regalamos. Y entonces se pierde la magia y volvemos a los albures y cuando me toca descender no lo alcanzo y desde el fondo del metrobus escucho el albur de Pedro diciendo que ya me baje, ándale carnal, ya bájate y los demás pasajeros nos escuchan entre divertidos y azorados. Mejor bájate tú, le digo y nada mas escucho las carcajadas de Pedro. Cuando salgo del metrobús la noche me sabe salada y cálida. Camino a casa voy rebotando la pelota contra la banqueta. Tiene un brillo de nieve, sabe por un momento a las palabras de Mandelstan: "¿Quién puede saber al oír la palabra «despedida» qué separación nos aguarda?"
1 comentario:
Antonio, me gustó mucho este texto. De alguna forma que no puedo precisar me resulta conmovedor.
¿Qué poema es ese?
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