Ayer domingo llovía por la tarde. El aire se hallaba frío, en la calle semivacía sólo asomaba un viejo afuera de su edificio. Era una lluvia menuda, delgada, poco insistente y sólo miraba cómo se adhería a los coches y al pavimento, como si de pronto los coches y el pavimento, en realidad, se estuvieran despelando. Y todo eso lo miraba desde la puerta de mi edificio. O trabajaba en casa y le acababa de preparar un té de mango con naranja, uno de esos tes listos para hacer y Mía estaba escondida bajo la cama después de su operación y Nadja intentaba darse calor bajo el sillón. Y entonces pensé que ese momento, era un momento cinematográfico o un momento carveriano, donde el personaje principal descubre, en esa aparente normalidad, cierta belleza que sólo le es digno revelar ante él.
Y miré, miré la calle, la luz difusa, la lluvia, olí el té de mango con naranja, sentí los puntos meltiolatados en el vientre de Mía y me lancé a la lluvia a comprar algo. No supe qué, pero sentí que por un momento, en esa compra, estaba la cereza de ese momento que intuí mío, digno de ser revelado sólo a mí. Y avancé cruzado de brazos a causa del frío y al llegar a la tienda vacilé entre los estantes.
Y lo compré.
Era, definitivamente, la cosa más maravillosa para una tarde como esa.
1 comentario:
la lluvia es un fenómeno increíble, la neta
basta una estampa con lluvia
para refrescar nuestra vista
uhm, huele a tierra mojada este bló
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