La "novedad" en la literatura siempre ha provocado excelentes experimentos narrativos y también, poéticos: elaboradas estructuras, juegos en cambios verbales, encabalgamientos refinados, ausencia de metros y rimas. En suma, la búsqueda de la "novedad" en la literatura siempre ha dado plusvalías insospechadas. Sin embargo, reducir la literatura o la escritura o el alma, si es que la literatura tiene un alma, -yo creo que sí-, a un simple ejercicio de novedad es también obligarla a andar siempre con poses de restiramiento quirúrgico, como esas señoras viejas que intentan verse jóvenes a la fuerza.
La escritura precisa de moldes inesperados para cada autor, pero no es sólo la novedad en cuanto a estructuras lo que hace a un escritor permanecer en el marco de sus contemporáneos: sino su visión del mundo (hecho harto dicho e incluso lugar común, pero no por ello poco verídico). La novedad es también, incluso, un aspecto de eyaculación juvenil, de "noveldad", cosa de muchachos. Antes de los treinta años todos queremos cambiar la faz de la literatura, escribir como nadie más lo ha hecho y una larga serie de bla, bla, bla. El intento es loable, la crítica sistemática de todo lo que no es novedad, creo, sí. Insisto, antes de los treinta (o de los cuarenta o de los cincuenta, ¿todo depende de a qué edad nos demos cuenta en realidad del yugo terrible que pesa sobre cada escritor), todos queemos cambiar la faz de la literatura. Después, miramos a los lados, nos distraemos, conjeturamos otras salidas, vemos otro tipo de gentes y de literatura. Es entonces, cuando dejaremos de cambiar el destino de la literatura y cuando, mansamente, entonces, la literatura (la escritura) empezará a dejar su sello sobre nosotros, a darnos, con sus viejas herramientas, la novedad que siempre buscamos. Y nunca, creo, si el ejercicio sale bien o es bien encauzado, esa novedad se verá reflejada en los textos, sino en la vida propia, íntima, violenta o desahuiciada que tengamos.
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