Debería de ponerme a leer en lugar de querer escribir. Hace mucho que no leo. Dirán algunos amigos, que nunca en mi vida he leído. Por eso me apena en ocasiones cuando en alguna reunión alguien me pregunta que si ya leí lo nuevo de Zaide Smiths y yo simplemente subo los hombros en señal de no. Entonces, mi interlocutor, me pregunta si he leído ya La caverna, de Saramago y hago una mueca de que no, en realidad no he leído ya La caverna. Tratando de salir del atolladero, trato de desviar la plática a otros libros, esos viejos libros que leí hace tiempo. Me encantó El ensayo sobre la ceguera, indico. Y mi interlocutor, entonces, hace una mueca de satisfacción, como si finalmente nos pudiéramos entender, como si al final hayamos podido hacer contacto.
Pero los personajes de El ensayo sobre la ceguera me son ya vagos. Leí esa novela hace mucho tiempo. Aún vivía en M. Incluso, la recomendé ampliamente en una conferencia que di sobre qué es la literatura. La sala era impresionante. Un sitio para casi trescientas personas. Nunca había hablado ante un público tan amplio. Una maestra me había invitado ahí, aduciendo que yo era un joven escritor y que sería de buena utilidad hablar con los chicos de contabilidad. Ni lo pensé ante la invitación, dije que sí. Yo voy, pero, cuando me presenté ante el auditorio las piernas me temblaban. Más al oír la voznería aburrida con la que respondió la clase cuando la maestra informó que ese día tocaba la clase de literatura. Aquellos abucheos me hicieron palidecer. Cuando subí a la mesa, mis primeras palabras fueron: “Antes que nada, debo de pedirles una disculpa porque a mi, bueno, a mí me gusta la literatura.”Ahora que lo pienso bien, ¿qué tenía qué hacer yo ahí, un chico de veintitrés años que escribía? Nada. Nada. Sólo el ridículo. Porque hablar de literatura sólo causa ridículo, como ese interlocutor mío que me preguntaba sobre la novela de Saramago. Yo qué sé de Saramago, debí de decirle en ese instante. Me importa un comino Saramago.
En cierta ocasión, un buen amigo me preguntó si ya había leído a otro escritor europeo (de europa del este, creo y de cuyo nombre no recuerdo nada), le contesté que no. No he leído nada de él. Así quedó el asunto. A las semanas, ambos, coincidimos en un taller literario. Cuando tocó su turno de llevar texto, no soportó las críticas. No eran críticas acérrimas, acaso algunas mal pensadas, ¡pero qué taller no tiene críticas mal pensadas! Mi amigo no soportó la presión y cuando llegó a mí, me dijo: ¿y dices que quieres ser escritor, y no has leído a…? No me cayó en gracia el comentario.
De cuando acá, para ser escritor, había que leerse a todos los autores principales del siglo xx. Hasta la fecha, no lo he leído. Varia gente me dice que me pierdo de algo importante. Sin duda. Pero hasta ahora no he leído a Chéjov, ni a Baudelaire como debería, ni a Joyce. Ah, conozco gente que se levanta el cuello porque ha leído a Joyce no sé cuántas veces o cuando cita a autores raros. Está bien por mí que los lean. Vaya, que los lean. Por mí que lean el libro de los mormones o la biblia completa o el Corán, pero que no vengan conmigo a alzarse el cuello y decir con autosuficiencia que ya se han leído no sólo a Joyce, sino a Musil o las noveletas de Juan García Ponce o los ensayos de Gabriel Zaid. Bien por ellos.
Sin embargo, durante una temporada, no me consideré un mal lector. Leí casi cinco novelas del nobel norteamericano William Foulkner. Lo había comentado con unas amigas, apenas llegando a C. me pondré a leer a Foulkner. Inocente de mí, dije: yo creo que en una semana me aviento toda su obra. Iluso. Me tomó casi dos meses y no terminé más que una breve porción: Las palmeras salvajes, Absalom, Absalom, Mientras agonizo, Luz de agosto y ahí quedé. Que gran novela es Luz de agosto. Aún recuerdo pasajes y sensaciones de aquella chica robada que aguarda en una casa de campo. Y qué decir de los pasajes húmedos y gélidos que vienen en Las palmeras salvajes.
Al tiempo leí o intenté entender La muerte de Virgilio. No recuerdo quién me la recomendó, pero viene a mi mente el diálogo entre Virgilio o Augusto cuando discuten sobre a quién le pertenece La enneida, si a Virgilio o al estado. Gran obra, sin duda. Y la leí o medio la mastiqué en dos semanas. Avanzaba a cuenta gotas, aburrido pero terco por terminarla. Se me agotaban los ojos a las dos horas. A la media me empezaba un tic nervioso en la pierna. Yo quería terminar La muerte de Virgilio, pero se me pegaban los ojos a las letras, los ojos derretidos sobre las apófiges y las traviesas de las letras.
Esa temporada también leí Bomarzo, de Mujica Laínez. Mi amigo R. me la había recomendado con mucha insistencia. Hablaba de Bomarzo como la gran novela. Influido por él me compré luego un librito de Laínez, uno de pasta amarilla, con una historia escueta que no me impresionó sino hasta mucho después, cuando ya había leído también El Unicornio, del mismo escritor. Y las tres obras me habían parecido sorprendentes. La capacidad del autor para crear ambientes, la pausa exacta entre tensión, paisaje, diálogos. Todo eso me agrada. Tiempo después, en otro taller literario, escuché a una chica espetar, con singular dominio propio, que Mujica Laínez era un pésimo escritor. Escritor de fancines, dijo.
A mí me sorprende la capacidad que tiene la gente para destruir con sus comentarios el esfuerzo de toda una vida. Por ejemplo, es lugar común cagarse en la obra de Gabriel García Márquez. De años para acá, hablar o alabar al Gabo es cosa misteriosamente castigada. Claro, también me da ternura, casi lástima aquella gente que lloró cuando cumplió 80 años y que le compró pasteles y toda esa parafernalia de la fiesta aunque el Gabo ni los conozca; pero de que Gabo ha sido un escritor coyuntural, no cabe duda alguna. Vamos, muchachos, dejemos por un lado la envidia y démosle al césar lo que es del césar.
Tal vez, en ese mismo orden de ideas, deba decir que soy fan del viejo Carlos Fuentes. Sólo por ser fan del viejo Carlos Fuentes merezco ser apedreado, creo. Cambio de piel, La muerte de Artemio Cruz, Gringo viejo incluso, fueron novelas que me ataron a la lectura durante una temporada. Incluso diré que leí Los años con Laura Díaz. Sin comentarios.
Así que yo era un buen lector, o al menos, intentaba ser un buen lector, pero de una temporada para acá, simplemente no leo. No dejo por ello de buscar en las librerías y de entretenerme leyendo el inicio de las novelas o buscando tramas interesantes, pero de ahí al hecho de sentarme a leer ha pasado un gran trecho o más bien, muchas páginas. Eso no me asustaba. Estuve consciente del suceso. Simplemente dejé de leer poco a poco, marchitándome. Ahora no puedo escribir. También me marchito. Por eso escribo. Escribo para recordar que escribo.
Pero los personajes de El ensayo sobre la ceguera me son ya vagos. Leí esa novela hace mucho tiempo. Aún vivía en M. Incluso, la recomendé ampliamente en una conferencia que di sobre qué es la literatura. La sala era impresionante. Un sitio para casi trescientas personas. Nunca había hablado ante un público tan amplio. Una maestra me había invitado ahí, aduciendo que yo era un joven escritor y que sería de buena utilidad hablar con los chicos de contabilidad. Ni lo pensé ante la invitación, dije que sí. Yo voy, pero, cuando me presenté ante el auditorio las piernas me temblaban. Más al oír la voznería aburrida con la que respondió la clase cuando la maestra informó que ese día tocaba la clase de literatura. Aquellos abucheos me hicieron palidecer. Cuando subí a la mesa, mis primeras palabras fueron: “Antes que nada, debo de pedirles una disculpa porque a mi, bueno, a mí me gusta la literatura.”Ahora que lo pienso bien, ¿qué tenía qué hacer yo ahí, un chico de veintitrés años que escribía? Nada. Nada. Sólo el ridículo. Porque hablar de literatura sólo causa ridículo, como ese interlocutor mío que me preguntaba sobre la novela de Saramago. Yo qué sé de Saramago, debí de decirle en ese instante. Me importa un comino Saramago.
En cierta ocasión, un buen amigo me preguntó si ya había leído a otro escritor europeo (de europa del este, creo y de cuyo nombre no recuerdo nada), le contesté que no. No he leído nada de él. Así quedó el asunto. A las semanas, ambos, coincidimos en un taller literario. Cuando tocó su turno de llevar texto, no soportó las críticas. No eran críticas acérrimas, acaso algunas mal pensadas, ¡pero qué taller no tiene críticas mal pensadas! Mi amigo no soportó la presión y cuando llegó a mí, me dijo: ¿y dices que quieres ser escritor, y no has leído a…? No me cayó en gracia el comentario.
De cuando acá, para ser escritor, había que leerse a todos los autores principales del siglo xx. Hasta la fecha, no lo he leído. Varia gente me dice que me pierdo de algo importante. Sin duda. Pero hasta ahora no he leído a Chéjov, ni a Baudelaire como debería, ni a Joyce. Ah, conozco gente que se levanta el cuello porque ha leído a Joyce no sé cuántas veces o cuando cita a autores raros. Está bien por mí que los lean. Vaya, que los lean. Por mí que lean el libro de los mormones o la biblia completa o el Corán, pero que no vengan conmigo a alzarse el cuello y decir con autosuficiencia que ya se han leído no sólo a Joyce, sino a Musil o las noveletas de Juan García Ponce o los ensayos de Gabriel Zaid. Bien por ellos.
Sin embargo, durante una temporada, no me consideré un mal lector. Leí casi cinco novelas del nobel norteamericano William Foulkner. Lo había comentado con unas amigas, apenas llegando a C. me pondré a leer a Foulkner. Inocente de mí, dije: yo creo que en una semana me aviento toda su obra. Iluso. Me tomó casi dos meses y no terminé más que una breve porción: Las palmeras salvajes, Absalom, Absalom, Mientras agonizo, Luz de agosto y ahí quedé. Que gran novela es Luz de agosto. Aún recuerdo pasajes y sensaciones de aquella chica robada que aguarda en una casa de campo. Y qué decir de los pasajes húmedos y gélidos que vienen en Las palmeras salvajes.
Al tiempo leí o intenté entender La muerte de Virgilio. No recuerdo quién me la recomendó, pero viene a mi mente el diálogo entre Virgilio o Augusto cuando discuten sobre a quién le pertenece La enneida, si a Virgilio o al estado. Gran obra, sin duda. Y la leí o medio la mastiqué en dos semanas. Avanzaba a cuenta gotas, aburrido pero terco por terminarla. Se me agotaban los ojos a las dos horas. A la media me empezaba un tic nervioso en la pierna. Yo quería terminar La muerte de Virgilio, pero se me pegaban los ojos a las letras, los ojos derretidos sobre las apófiges y las traviesas de las letras.
Esa temporada también leí Bomarzo, de Mujica Laínez. Mi amigo R. me la había recomendado con mucha insistencia. Hablaba de Bomarzo como la gran novela. Influido por él me compré luego un librito de Laínez, uno de pasta amarilla, con una historia escueta que no me impresionó sino hasta mucho después, cuando ya había leído también El Unicornio, del mismo escritor. Y las tres obras me habían parecido sorprendentes. La capacidad del autor para crear ambientes, la pausa exacta entre tensión, paisaje, diálogos. Todo eso me agrada. Tiempo después, en otro taller literario, escuché a una chica espetar, con singular dominio propio, que Mujica Laínez era un pésimo escritor. Escritor de fancines, dijo.
A mí me sorprende la capacidad que tiene la gente para destruir con sus comentarios el esfuerzo de toda una vida. Por ejemplo, es lugar común cagarse en la obra de Gabriel García Márquez. De años para acá, hablar o alabar al Gabo es cosa misteriosamente castigada. Claro, también me da ternura, casi lástima aquella gente que lloró cuando cumplió 80 años y que le compró pasteles y toda esa parafernalia de la fiesta aunque el Gabo ni los conozca; pero de que Gabo ha sido un escritor coyuntural, no cabe duda alguna. Vamos, muchachos, dejemos por un lado la envidia y démosle al césar lo que es del césar.
Tal vez, en ese mismo orden de ideas, deba decir que soy fan del viejo Carlos Fuentes. Sólo por ser fan del viejo Carlos Fuentes merezco ser apedreado, creo. Cambio de piel, La muerte de Artemio Cruz, Gringo viejo incluso, fueron novelas que me ataron a la lectura durante una temporada. Incluso diré que leí Los años con Laura Díaz. Sin comentarios.
Así que yo era un buen lector, o al menos, intentaba ser un buen lector, pero de una temporada para acá, simplemente no leo. No dejo por ello de buscar en las librerías y de entretenerme leyendo el inicio de las novelas o buscando tramas interesantes, pero de ahí al hecho de sentarme a leer ha pasado un gran trecho o más bien, muchas páginas. Eso no me asustaba. Estuve consciente del suceso. Simplemente dejé de leer poco a poco, marchitándome. Ahora no puedo escribir. También me marchito. Por eso escribo. Escribo para recordar que escribo.