miércoles, septiembre 05, 2018

Colecciones

He estado coleccionado, a lo largo de mi vida, varias cosas a las que les pongo mucho interés y después abandono como si nunca hubieran estado relacionadas en algo conmigo.  Recuerdo que a cierta edad coleccionaba fichas de refrescos que después alineaba como si fueran pelotones o soldados a punto de entrar en el combate. Lo que más me agradaba de esa colección era la búsqueda de las fichas. Me iba de tienda en tienda, merodeaba afuera de las cantinas cercanas a la casa porque siempre había corcholatas, o taparoscas, como le quieran llamar, o tapón corona, si quieren usar el nombre más correcto. A veces las dejaba flotar como embarcaciones a la deriva dentro de una tinaja de acero llena de agua. Yo era muy feliz con esas corcholatas que a veces raspaba contra el suelo para quitarle la pintura y tener algunas de color natural, como les decía. No sé qué hice con aquellas corcholatas, dónde las abandoné, pero un día dejaron de interesarme. 
Lo siguiente que coleccioné fueron estampas de futbolistas; pero tampoco fui muy dedicado a ello porque en casa, mi espacio, el espacio propio, era uno demasiado compartido; así que no existía un sitio en el cuál pudiera dejar mis cosas, cosas sólo de mi pertenencia, para mi gusto personal. Intenté coleccionar plumas bellas -hoy que una ha perdido su tinta lo recuerdo-. Y cuando me volví lector empecé a coleccionar libros; pero tengo algo con ellos; primero es un deseo inexplicable de llevármelos a casa, de imaginar la lectura de los mismos, de esperar sorprenderme por ellos; y cuando eso ocurre o no ocurre, los abandono. No soy de relecturas. Con mucha facilidad he vendido demasiados. 
Mi siguiente colección fue de máscaras. Debo de tener más de 30, pero están todas guardadas porque en casa, mi casa de adulto, de hombre de familia, de casado, pues, no tiene un sitio para ellas. Así que las tengo, pero ignoro todo de ellas. Al igual que con las corcholatas, con qué emoción las compraba en distintos pueblos de Michoacán, Oaxaca, Chiapas o Veracruz. La más extraña de ellas viene de África. La veo mientras escribo. Está en uno de los anaqueles del librero. Tenía una tez blanca que una señora que nos ayudaba con la limpieza terminó limpiando al creer que era un polvo. Aquí la veo con su frente color madera bruñida, con su frente morena natural. 
Y pienso esto porque he ido reuniéndome de objetos que alguien tirará a la basura cuando muera: unos danzantes nicaraguenses que traje de mi viaje a ese país centroamericano; unos pequeños muñecos de papel con forma de mamíferes pequeños que semejan una banda regional, muñecos de FUNKO que algún día espero vender; y algunos juegos en mi celular, pero esos mueren pronto: se los lleva siempre el nuevo modelo sin importar cuánto he gastado en ellos. 
Finalmente, creo que lo que más colecciono son lecturas, historias, hechos que puedo configurar a mi gusto, voces de narradores que se intercalan con mi voz propia. Escenas que después puedo recuperar una tarde cualquiera, porque para eso sirve leer; para llenarte de imágenes que no sabes en qué momento asediarás para convertir en otra cosa. Dicen que leer puebla el mundo; pero yo lo entiendo así, de las muchas maneras que se puede entender la frase: al leer te llenas de espacios y paisajes, de voces y de sentencias que, al encontrar un eco en la realidad, se magnifican. Puedo ir por la carretera a Monclova y recordar algunos párrafos de Cormac MaCarty; y algunos poemas de Boone que hablan de ese espacio, y ciertas películas y otros viajes que he hecho por ese mismo camino; en particular uno: estoy muy joven y voy mi tío Lalo a Monclova, donde él vive. Su hija Ana está muy pequeña, casi recién nacida: la camioneta que conduce mi tío es muy cómoda, sus asientos quiero decir; pero además el motor ronronea con suavidad. Y yo veo las montañas de esa zona por primera vez y me sorprende: hace frío, me siento en una aventura. Mi tío habla de futbol, porque le gusta. Nos detenemos a comer en un restaurante y todo es, hasta cierto punto, perfecto: la vida no tiene prisa, no tenemos que llegar pronto a Monclova. La camioneta es nueva. Las montañas viejas pero al verlas por primera vez es como si recién hubieran tumbado esas rocas al lado del camino para vestirlo. 
Colecciono pasajes, juegos, libros porque es imposible no tener una red de conexiones a mí mismo.

sábado, septiembre 01, 2018

Lo más complicado, al inicio, es comprar un libro porque, ¿quién compra un libro? Aunque sobre categorías de compradores de libros podemos hablar largo y tendido, no va hacia allá este post; sino que está más enfocado en mis hallazgos de libros esta semana que me di vuelo comprando algunos ejemplares raros en mi visita express a la Ciudad de México. Compramos libros porque solemos asociarlos con otros que ya han pasado por nuestras vidas o con los acervos que otras personas nos han confiado desde la timidez de compartir una lectura que los entusiasma hasta la inesperada acción de regalar alguno. 
Hace años, cuando estuve en la Fundación para las Letras Mexicanas conocí a Rubén Bonifaz Nuño. En una entrada de este viejo blog subí que me enterneció verlo llegar en un vocho verde, a diferencia de otros escritores con su trayectoria que llegaban en coches último modelo -no crean eso de que todos los escritores pasan hambre, algunos logran muy bien jugar las reglas del juego de la vida literaria y conseguir lo que otros no-. Yo tenía, desde hacía muchos años este blog con un texto de él como bienvenida, que sigue aquí arriba.
Por lo mismo, uno de los libros que compré fue un verdadero hallazgo: una primera edición, firmada en 1957 de Los demonios y los días, de la colección Tezontle del FCE. El precio era lo de menos; pero apenas lo vi entre un montón de libros de primeras ediciones o más recientes supe que debía tenerlo. Así que lo compré sin chistar y aproveché que el mismo vendedor me ofreció un descuento sin yo solicitarlo. Uno de los poemas que viene en ese libro está además, escrito para este día que intento ponerme al día conmigo mismo en este blog, olvidado hace ya nueve años:

Estoy escribiendo para que todos
puedan conocer mi domicilio,
por si alguno quiere contestarme.

Escribo mi carta para decirles
que esto es lo que pasa: estamos enfermos
del tiempo, del aire mismo.

También compré, en el remate de libros de Ediciones Era, una novela de Miguel Tapia y de Vanesa Garnica. Por la noche vi a Parra y me dijo que ambos libros le habían gustado, tal vez más el de Tapia. Empecé a leer el de Vanesa en el avión de regreso a Monterrey. Una mujer y su hermano regresan a una vieja casona familiar en Pátzcuaro con el fin de limpiarla para después venderla. Me quedé justo ahí; porque ya veníamos aterrizando y también me estaba durmiendo. 
El día anterior había ido al remate, también de libros, del FCE en la Librería Rosario Castellanos y me hice de dos libros para Orfa: uno de puntos para hacer Amigorubis y una breve semblanza con la historia de los colores. Por la mañana había comprando una novela gráfica japonesa: La mujer de al lado, de Yoshiharu Tsuge que leí hoy sábado, rápidamente, mientras intento soportar el calor regiomontano. Los trazos son escuetos, con muchas sombras, pero firmes. Las historias son alucinantes porque dicen muchas cosas de las que me gustaría escribir: la vida de las periferias, las confusas relaciones humanas, el sexo como uno de los motores de la mediocridad y la exploración y la posesión. 
De las seis historias que componen el libro me agradó más Paisaje de vecindario, un brevísimo relato corto ilustrado de un dibujante que visita una vieja colonia que pronto se llevará la lluvia. Y de ahí, específicamente, una descripción del gusto por los sitios deshabitados, del autor japonés Motohiro Kajii: "No sé por qué, pero en aquella época sentía una atracción por las cosas pobres y bellas". Uno de los ancianos que viven ahí tiene un pez que guarda como un tesoro. Cuando la lluvia llega y se lleva las casas, los ancianos se marchan. El personaje principal, el dibujante, regresa y encuentra, en una cisterna natural, al pez, que ahí se ha escondido. Ahí termina la historia.
Compré otros libros, pero luego hablaré de ellos. Es bueno volver a casa, aunque ya no sea el que escribió esto.