viernes, abril 25, 2008

A mi me vale madre

Qué bonito el gobernador de Jalisco, Emilio González Márquez.
Ante las críticas de los ciudadanos por donar cantidades millonarias a la iglesia y decirle al cardenal que apenas están empezando y por darle donativos a varias televisoras, contestó con un sonoro y limpio: !A mí me vale madres lo que digan unos poquitos!"
Pues para qué discutir, ¿no?, si mejor te puedo mentar la madre, ¿no?
Que dono 15 millones a la iglesia, pues chinga a tu madre.
Que digo que los hago campeones del mundo en futbol y no lo hago, pues chinguen a su madre.
No, qué bonito. El PRD se autosabotea, el PAN nos la mienta, el PRI, ya hundió al país por largos 70 años.
Así, pues mejor a esperar, ¿no? Que todos vengan y la mienten. Total, mentar la madre es lo más barato y más honesto que nos puede salir.

lunes, abril 21, 2008

Adios mi tierno amor

Este fin de semana se llevó a cabo la última carrera de la Cham Car, antes serie Cart, antes Indy Car. La histórica competición se llevó a cabo en una de las pistas emblemáticas de la serie Cart, en la paradisiaca Long Beach. El triunfo correspondió a Will Power y el tercer lugar, que es lo que me importa, la piloto mexicano Mario Domínguez.
Domínguez se hizo de un nombre en la hoy extinta serie Cart. Su carrera inició con el equipo Herdez Competition, que en un principio era digirido por Hernández Pons y daba cabida a mecánicos, ingenieros, asistentes y auxiliares de equipo completamente mexicanos en una serie completamente norteamericana.
Domínguez llegó a la serie Cart cuando otro ídolo mexicano dominaba las pistas, me refiero a Adrián Fernández. Era un lujo para los aficionados mexicanos al deportes automotor ver esos tres carros con las estelas verdes, rojas y blancas alcanzar los 250 kilómetros por hora en las competencias callejeras, óvalos y más. (el tercer piloto era Michael Jourdain).
Sin embargo, cuando los problemas económicos llegaron a la serie y tanto Fernandez como Jourdain salieron a la Indy Car el primero, a la NASCAR el segundo, la serie perdió interés para el público mexicano. Sólo Mario Domínguez permaneció como el estandarte azteca en una serie que poco a poco empezaba a perder su estilo.
Cambios de equipo después, falta de patrocinadores, relegaron a Mario Dominguez de varias temporadas, al tiempo que la chispa de la Champ Car, antes Cart, se desgastaba en las pistas., hasta el casi patético final de incorporarse a la serie rival, la Indy Car.
Con todo y esto, sólo quedó pendiente una última carrera, la de Long Beach. Los autos de la champ se presentaron en la pista para despedir a una serie por la que pasaron grandes nombres como Montoya, Fitipaldi, Tracy, Bourdais, Adrian Fernández, Helio Castro Neves y muchos más.
La carrera fue una fiesta y al final, es curioso que un mexicano haya alcanzado el sitio último del podio. Es simbólico, ya que, en los últimos de vida de la Champ, la carrera de Monterrey y después de la la ciudad de México se convirtieron en verdaderas bocanadas de aire para el serial. Tan sólo en la primer visita a la ciudad de México se rompió el récord de asistencia en un evento de la serie.
Hoy, la serie ha muerto. Yo me hice fan del automovilismo en la Cart. Muchos, como yo, lamentan su partida, pero al menos Domínguez estuvo ahí, al final, dando la cara por los aficionados mexicanos que con él, nos hicimos totalmente Champ Car.

Antes de leer

Acabo de leer El Husar, de Eduardo Casar. Me gustó mucho. El libro entra de lleno al ámbito del juego con el lenguaje. La historia es simpática. Un Husar se embaraza ¿del lenguaje? ¿de sí mismo? ¿de la nada? y durante esos nueve meses tiene un contacto con cosas instrascendentes y trascendentes, en una historia que es al mismo tiempo una ausencia de historia. Esta novela es un total bullyng, un acoso con los juegos verbales. Es una edición vieja. Pronto saldrá la nueva, sin duda.
Antes de El Husar, leí La guerra enana en el jardín, de Ricardo Chávez Castañeda. El libro tiene muchos aciertos. Retrata con familiaridad una etapa, pero sobre todo, una etapa moral. Los personajes descubren con una inocencia que raya en la inverosimilitud la violencia, el amor, los juegos sexuales, incluso, la literatura. Son cuentos cortantes, veloces, cuya anécdocta parte como rayo y a la par, cuentos lentos, con devaneos, largos como a morir. Me llamaron la atención Contrafuga a 60 kilómetros por hora y la historia de una anodina pareja de intelectuales que le abren la puerta de su casa a un extraño.
Antes de El Husar y La guerra enana en el jardín, me leí El orden infinito de Rodolfo Naró. ¿Qué se puede decir de una primera novela? Mucho, cuando la novela mantiene una claridad y una limpieza con las frases. Mucho, cuando una novela se centra a contar la historia. La novela trata sobre la historia de Analco y la Nina Ramos, una mujer que al estilo de Páramo ejercer el poder sobre la población. Sí, es una novela que otorga muchos puentes con la obra de Rulfo y de García Márquez. A mí, me encantaron muchos fragmentos como la narración de la batalla de Celaya y el retrato íntimo de una región que aunque mágica, no deja de ser real.
Antes de El Husar y La guerra enana en el jardín y El orden infinito, me leí, sí, El castillo de Cristal de Jeannette Walls. Autobiográfica, la novela es una épica de la pobreza, el desorden y la desesperanza del sueño americano. Es una novela que me hizo reír, que me hizo cómplice de los personajes. La pequela Jeannette cuenta la historia de su familia y su deambular por pueblos fantasmas, ciudades en la llanura y somnolientas poblaciones carboneras en los Estados Unidos. Hay una pizca de magia en la forma como evaden su realidad.
Antes de todo eso, vi Los Simpson. Qué buen capítulo Los Simpson. Sin duda alguna.

martes, abril 15, 2008

Se me chispoteó

ya lo dice el viejo y conocido refrán:

"La suerte de la fea... amanece más temprano... No... No por mucho madrugar... la bonita la desea... No... La bonita no desea madrugar muy temprano... y la fea tiene mala suerte desde que amanece... Bueno, la idea es esa."

viernes, abril 11, 2008

La tumba del gorrión


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...Sólo hasta entonces el niño pudo sentir lo que era matar. Antes lo había hecho, pero de una manera casi instintiva y sólo dentro de la esfera del mundo de los insectos y del juego. Habían sido sus víctimas, arañas que aplastaba con el pulgar, pequeñas cucarachas abatidas por el peso del zapato, hormigas que corrían inquietas ante la flama de un encendedor y mariposas, sobre todo, mariposas. A veces, junto con el resto de la pandilla, cortaba ramas de los pocos árboles en los terrenos baldíos cercanos a su casa y salía al descampado —que no eran otra cosa que los mismos terrenos abandonados, pedazos de tierra cedidos a la intemperie en medio de la colonia—, con el afán de matar mariposas.
Casi siempre era a principios de marzo —o de abril— cuando los insectos atravesaban la zona en un desdibujado peregrinaje hacia el sur, huyendo de los fríos que a veces alcanzaban a lamer las orillas de la ciudad. Junto con los demás, el niño formaba una primer línea imaginaria de ataque, separados los muchachos por algunos metros entre sí, listos para cazar a las mariposas que descendían sobre los descampados buscando tierra. Eran como una marejada multicolor que descendía de los techos de las casas sólo para morir ante el ataque. Algunas, en realidad muchas, caían ante el mandoble de aquella arma ruda hecha con las ramas. Al niño le gustaba escuchar el silbido del aire al agitar el ramaje y le daba la ilusión de que lo arañaba, de que él, con su poca fuerza y con una rama era capaz de dañar algo que no se podía palpar, que no se podía saborear. Y el mejor ejemplo de eso, eran las mariposas que caían con las alas deshechas o los cuerpos rotos, que caían como pedazos de papel entre las piedras.
Después las levantaba, con un gesto casi amoroso, y las depositaba en un bote de plástico donde se hacinaba el resto de los insectos: mariposas amarillas, payasos, monarcas, estilizados caballos del diablo y caballetes. Le gustaba mirar al interior de esas minúsculas cárceles de plástico. La profusión de patas, alas y cabezas con antenas le provocaba ansiedad, como si de pronto trajera patitas tras las encías y hormigas bajándole por la espalda. Al menos durante esa tarde iba con el bote de un lado para otro, mostrándolo con orgullo.
Una vez terminada la caza, el resto de los chicos se reunía a jugar su botín en partidas de tapados.
Los caballos del diablo y las mariposas pasaban de mano en mano en cada revés de la moneda. El niño conocía bien el sistema de valores al interior de la pandilla. Las mariposas monarca se cotizaban alto. Los escarabajos valían su peso en oro, lo mismo que las arañas. Hormigas, tijerillas, grillos, resultaban moneda corriente. Por eso procuraba matar más mariposas monarcas, por eso buscaba entre las piedras los insectos más raros. Aquellos que se salían de cualquier clasificación eran los especímenes con más valor. Nunca se preguntó quién había decidido tal importe.
Era como una vieja tradición que pasaba de generación infantil tras generación infantil. A veces, al revisar el interior de su bote, le daba fastidio saber que tantas palomas amarillas no llegaban ni siquiera al precio de un caballete. Movía la cabeza con cierto enojo al comprobar que otro, con un golpe de suerte, había obtenido con una sola captura todas las ganancias que él había logrado en una hora.
Tampoco importaba, pensaba entonces, porque lo que el trabajo no conseguía, a veces lo alcanzaba la suerte en los volados.
Las monedas eran grandes, de un color cobrizo. Al tocarlas se traía un olor a tierra agria. Al niño le gustaban esas monedas. Lo hacían sentir que sí traía dinero. Desechó desde ese entonces la liviandad de los billetes, era como traer aire, el mismo que intentaba rasgar con las ramas.
El grupo se juntaba afuera de una casa donde vivía un viejo: una casa de tablones amarillos y techos de hojas de asbesto, la única de la cuadra con jardín al frente, también la única de la cuadra que no estaba construida con bloques y lozas de cemento. En el jardín había una higuera y un árbol de mandarinas. El grupo hacía un círculo y mostraba el interior de los botes ante los ojos escrutadores de los otros niños. Después los pasaban de mano en mano para comprobar la calidad de los insectos. No tardaban en hacerse los retos, las apuestas corrían, las manos frotaban las duras monedas de cobre contra la banqueta para calentarlas y así las lanzaban al aire.
Tanto por el caballito del diablo. Yo quiero la monarca que está buena. Te reto estos cinco chapulines por el chapulín rojo. No la llegas, no la llegas. Las monedas en el aire eran como otras mariposas con su aleteo de fortuna o infortunio. Antes de caer, las manos, rápidas, las ocultaban. Cara gana, escudo pierde, escupía con desdén quien había ganado todas las apuestas hasta ese entonces. Después las manos se levantaban y empezaba el conteo. Gané, gané, perdí, gané, perdí. Se intercambiaban los animalejos y volvían a apostar.
Así se podía ir la tarde hasta que sólo uno obtuviera todo el botín. Mientras tanto no faltaban las risas, las burlas, el relato a veces minucioso y repetido de los incidentes de la caza. Alguno se lamentaba por aquella mariposa que se le había escapado, otro pregonaba el insecto más interesante de la jornada.
Al niño no se le iban muchas, pero cuando alguna se escapaba, no diría que feliz, pero libre de él, una pequeña frustración le invadía el pecho. No se quedaba lamentándose mucho rato, porque la caza continuaba y había qué volver. Pero sólo hasta la hora del juego era cuando empezaba a recordar ese botín que se le había ido entre las ramas, literalmente.
Pocas veces ganó el botín de insectos. La mayoría de las veces lo dejaban limpio a la cuarta o quinta ronda. A veces se esperaba, no hacía apuestas, atento al devenir del juego. Sus ojos iban de la moneda en el aire a las manos que las ocultaban, después la revelación. Al final terminaba apostando.
Al finalizar el juego, llegaba lo más importante de todo: la hoguera. El ganador tenía el derecho de lanzar sus insectos al fuego. Era un ínfimo golpe de gracia para los insectos: el que lograra escapar se salvaba. Hacían la hoguera en el mismo terreno baldío donde había sido la cacería, trozos de madera y plásticos servían de combustible. No tardaba en levantarse un fuego espeso, trabado y líquido abajo pero bailarín, nervioso, volátil en la parte alta. El ganador lanzaba el insecto al fuego. Les gustaba ver cómo enrojecían, cómo se agitaban los cuerpos por última vez. Aplaudían cuando alguno lograba escapar, generalmente los caballitos del diablo o mariposas de alas intactas a pesar del manoseo.
Una vez, recordaba el niño, una mariposa monarca había estado a punto de escapar. Se elevó con dificultad, acomodándose al aire después del envión. Todos los ojos la siguieron en su periplo. La mariposa jadeó, rozó el fuego, se elevó, se elevó, casi sorteaba el fuego cuando un manotazo de lumbre la alcanzó, pero el insecto siguió volando y justo cuando parecía que se iba, justo cuando estaba por arrancar la admiración en todos, repentinamente apretó las alas, encogiéndolas alrededor de su cuerpo, enroscada y cayó al fuego. Una sentida lamentación abrasó las bocas de todos. Luego lanzaron más insectos.
A veces el niño pensaba que en ese pequeño juego se condensaba todo lo que ocurría alrededor de él o lo que podría ocurrir alrededor de él: mariposas a salvo de las llamas o mariposas consumidas. Una parte de él se quemaba con las alas amarradas por la lumbre, otra parte de él se quedaba a salvo cuando veía a la débil mariposa levantar el vuelo con dificultad, como si de un salto mágico hubiera evadido el fuego.
Y sin embargo, durante todo ese tiempo, desde que aprendió a matar insectos, nunca había tenido esa sensación de abandono y ansiedad que ahora sentía. No era placer, aunque no lograba precisar si era alegría lo que sentía o una profunda tristeza, pero era una sensación que no lograba precisar. Con el cuerpo muerto a sus pies —se le había caído de las manos—, intentó descifrar eso que ahora lo embargaba. Era una sensación cálida, pero al mismo tiempo vergonzosa. Sólo hasta ese momento se preguntó por qué lo había hecho. No era una pregunta que viniera de la culpa. No. Pero después se preguntó porqué hacía lo otro con los insectos.
Intentó recrear lo que sentía al matar insectos y no tardó en llegar a la conclusión de que sólo le causaban alegría cuando los mataba en el llano, cuando los lanzaban a las llamas. En otro momento, en otra circunstancia, no eran nada: sólo insectos. Algo, no alguien, a quien se podía aplastar. Su propio padre lo hacía. Su madre a veces regresaba del supermercado con veneno para ratas o contra cucarachas. Lo dejaban con suma tranquilidad en las esquinas, casi siempre en pedazos de tortillas o pan duro. Nunca en carne. Nunca. Se lo pueden comer los gatos, le había dicho una vez su madre. Ya sabes que a tu hermana le gustan los gatos. Así había aprendido que unas cosas se pueden matar, pero otras no.
¿Y por qué esas otras cosas no se podían matar?
La preguntó apareció de nuevo mientras veía el cuerpo a sus pies. Por un momento quiso salir corriendo, ocultar el cadáver, no ser visto en la escena del crimen, pero después pensó de nuevo en sus amigos que se sentaban a ver insectos quemándose. Intentó encontrar la diferencia pero no halló ninguna. No había ninguna diferencia en el fondo: cortar una vida, aplastar pequeños o grandes pulmones. ¿El permiso para matar tenía qué ver con el tamaño? ¿Había un permiso especial, un permiso dado por los centímetros y las reglas de medir? Tal vez, por eso, a los gatos no se les debía de matar. A las ratas sí. Las ratas eran de un tamaño que sí se podía aplastar. Gatos no, ratas sí. Insectos sí, conejos o perros no. Se lamentó entonces por los que mataban elefantes. O los que mataban personas.
Sólo entonces sintió tranquilidad y pudo descifrar bien ese sentimiento. Se inclinó y tomó el cadáver. Lo auscultó. Después alzó la vista y buscó al resto de sus compañeros, perdidos en el llano mientras jugaban a las guerras. A un lado estaba la piedra con la que había matado al animal. En verdad, había sido un golpe de suerte y nadie le había prestado atención en ese momento. Estaba solo en el llano, hundidos sus pies entre las piedras. Metió el dedo gordo en el pico del ave y jaló de él hasta que lo abrió.
Qué cosas se pueden encontrar en el interior de un pico.
Después escuchó su nombre y, al igual que los insectos, tiró el animal entre las piedras mientras corría de regreso con el grupo. Aprendí a matar aves, se dijo con cierta felicidad mientras aceleraba el trote, ansioso por contarle a los demás su hallazgo y mientras el aire se le enredaba en el rostro, los codos y las rodillas: hoy aprendí a matar cosas con alas...

jueves, abril 10, 2008

Una noticia para alegrar el día

(Tomado de El Universal)
Maestros, alumnos y padres de familia de la primaria Benito Juárez protestaron ante la Agencia del Ministerio Pública de Neza-Palacio por el robo de seis computadoras que eran parte de la Enciclomedia del plantel.
El director de la institución educativa, ubicada en la calle Voladores, colonia Metropolitana Primera Sección, Adán Cruz Cisneros, indicó que este no es el primer caso que ocurre en la zona, y lamentó los altos índices de inseguridad que privan en el municipio.
"Parece ser que es la moda que ahora los delincuentes penetren a las escuelas y roben los equipos de cómputo sin medir las consecuencias, no sólo económicas, sino académicas que provocan a los estudiantes", comentó.
Cruz Cisneros detalló que los conserjes se percataron que las puertas de los talleres de cómputo de quinto y sexto grados se encontraban abiertas y que faltaban las computadoras, por lo que de inmediato avisaron a las autoridades del plantel.
El director indicó que al lugar acudieron los peritos del Ministerio Público para corroborar el robo y detectar todos los detalles para dar con los culpables.
Adán Cruz abundó que este hurto afecta de manera directa a 300 alumnos de quinto y sexto grados, además de forma indirecta a otros 700, quienes ya no contarán con el equipo de cómputo para concluir el ciclo escolar.
fml
Qué gran novela es El castillo de Cristal de Jeannette Walls: sencilla, contundente, asfixiante, con pequeños rastros de humor. Pero ningún literato de medio pelo para arriba en este país la leerá porque, bueno, se supone que es una novela fácil, una novela light.

miércoles, abril 09, 2008

Todos los grandes tiranos, tienen, en algún momento, un instante de reflexión ante su tiranía. Aníbal, aquel que aterró Roma, ante un hoyo con cadáveres, sólo dijo, qué bonito espectáculo. Napoleón, al volver de Rusia, se limpió magistralmente el zapato sin contar las cantidades de cadáveres que la nieve había ocultado. Cortés lloró en la noche triste y Hitler se emocionaba viendo perros. Bush nos acaba de regalar unas lágrimas por un soldado muerto en Irak. Reuters lo confirma, lo difunde. Lágrimas absurdas las del Bush... dudo aún que esté arrepentido.

viernes, abril 04, 2008

Una visión de la generación de los setenta de Jaime Mesa

La generación de los setenta es egoísta. Estamos ocupados pensando en nuestros temas individuales, renegamos, sin el mayor asomo de ofuscación, de aliarnos como generación porque, en la mayoría de los casos no tenemos una conciencia social fuerte, o sí, pero siempre resulta algo superficial, dicho en entrevistas más bien porque “debe decirse” o porque pensamos que por ahí está en Gran Tema.Escribimos de México, a pesar de México, o sin México indistintamente. Y entre tantas lecciones que aún no certificamos está esa; y se podría leer así: ante la imposibilidad de hablar de México escribamos de otros lados. Pero, entiéndase, esa imposibilidad nace del deseo impostergable de hacerlo.
En Milenio

jueves, abril 03, 2008

Al por mayor

Me dicen, que en la calle, no mire las portadas donde hay tanta mujer mostrándonos piernas, traseros, holgados senos artificiales. Pero da la casualidad que en mi camino, a la hora de la comida, en un puesto gris, metálico, cubierto por una lona roja, brillante, hay todas las portadas que uno se pueda imaginar. Itati, Galilea, Cecilia Galeano, Lis Vega, Dorismar, Susana Gonzáles, Maribel Guardia, la Chiva, Angelie Boyer, Camilia, Claudia Lizalde, Mariana Soane, Irán Castillo, Cecilia Ponce, Pilar Montenegro, Ludwika Paleta, Gaby Spanic, Aylin Mujica y más, más, muchas más, esperan pacientes el paso de la gente. ¿Y qué hace uno? Detenerse, aminorar la marcha. Mirar, sorpresivamente, también, al niño que observa las portadas, que pregunta el precio, a la despachadora que aburrida, calcula la venta y dice, dame veinte y te llevas dos.
A veces me envían fotos de niñas secuestradas. Y las miro. Detenidamente las miro. Me las grabo. Sé que no las voy a encontrar. Sé que no veré esas trenzas, esos gestos, esas sonrisas develadas en tiempos mejores. Pero me siguen enviando fotos de niñas secuestradas y sé, íntimamente, que más las condeno a la oscuridad, al anonimato, a la fría mano de la muerte cuando marco: delete.

martes, abril 01, 2008

De uno de los proyectos estacionados...

VI AL MUCHACHO ACERCARSE desde las casas donde terminaba la ciudad. Arrastraba un hilo de polvo como si eso fuera lo único que se le podía pegar a aquel punto gris y redondo que se movía a lo lejos. Me subí a la máquina, abandonada quince años atrás después de transportar a presidentes y gobernadores por la costa del Golfo de México y desde ahí la figura tomó forma de hombre con cabeza, brazos y piernas. Agitó los brazos en señal de saludo y yo hice lo mismo. La vida en este lugar es tan aburrida que el saludo de un extraño te alegra el momento. Miré hacia atrás la hilera negra de vagones, los niños que jugaban con la tierra, parecían empezar a moverse para acercarse un poco más a ese muchacho, en un ruido de gritos, moscas y polvo. Las viejas regresaban de la vía a Laredo después de vender sus chucherías. Era una lenta peregrinación de rebozos y cuerpos que regresaban a puños, como una ola de piel vieja y arrugada. La figura se fue acercando. Me moví sobre el pasillito y maldije esa lámina tibia que empezaba a quemarme las nalgas. Sin embargo no me levanté. Apenas llegó, el muchacho apoyó el cuerpo en una esquina, alzó el rostro y pude distinguir la cara lampiña, el cuerpo delgado. Buen lomo, me dije. Todavía echaba de menos a Roberto. Luego caminó despacito, como si estuviera palpando la tierra, distinguiendo con los pies los montones, los hoyos que los güercos habían hecho simulando bombas, los matorrales llenos de espinas. Le dio la vuelta a la máquina. Subió por las escalerillas y pasó a mi lado. Entró en el cubículo donde antes estuvo un maquinista de overol y grandes bigotes, cuando esta mole pasaba por Guaymas, Culiacán y Nayarit, a setenta kilómetros por hora y arrastrando, como una gran oruga de fierro, más de ciento veinticinco vagones cafés, amarillos, oxidados, con una carga de ocho toneladas de sorgo, maíz, acero o documentos importantes; antes de que, el tiempo, las lluvias, los desplomes de vías y puentes lo fueran aniquilando como un animal enfermo, y lo volvieran lento, como ese muchacho que caminaba alrededor de la máquina. Quise ir con él pero estaba demasiado cansado de arrastrarme así que espere. Así como espere a Roberto cuando lo vi venir de las casas, cuando la ciudad estaba todavía más lejos y uno tenía que abrir bien los ojos para distinguir el lomerío y las casas hechas a la fuerza, cuando Roberto se acercó y vio mis canas largas y sucias, las ojeras del color que toma el agua revuelta donde se esconden mis ojos, el moquillo que nunca he podido evitar, esta piel llena de manchas negras o pardas. Así que espere. La marea de ancianas subía con torpeza a los vagones. Se acercaban con lentitud como si fueran lanchas pequeñas y acabadas que esperan tocar puerto, aunque fuera este puerto de roca y polvo. Al fin el muchacho se sentó junto a mí. Respiro con profundidad y me miró como todo mundo lo hace, con una mezcla de asco y compasión al ver junto a mí las cajas de chicles y esa mirada de perro sin dueño que tengo; pero antes de que me preguntara otra cosa, porque siempre terminan preguntando eso, le dije
- Fue el tren, me mochó las dos piernas.
Agite los dos muñones con vendas sucias y pasé una mano sobre la lisura redonda donde empiezan mis piernas de aire; mis piernas gigantescas y flojas que se meten en donde sean, según yo lo desee, desde los cuartos malolientes a orines de Solidaridad hasta los cuartos limpios del edificio de Ingenieros que está enfrente del crucero donde trabajo o las calles cerradas y llenas de baches de donde recojo periódicos, cartones de aluminio; o en las afueras de las editoriales donde me dan montones de libros que nadie compra y yo leo y luego quemo para darme luz en las noches de Solidaridad. El muchacho volvió a mirar los tejabanes, la hebra blanca o rojiza que se movía sobre la ciudad cómo un dragón despierto por la mañana. Era una mirada de nostalgia que tienen todos los habitantes de Solidaridad. Miran rumbo a las casas como si desearan esos montones de paredes de cemento y techos de lámina, las tienditas de la esquina con sus estantes repletos de comida, sus baños con drenaje.
- Voy a vivir aquí - me dijo el muchacho. Escuché la voz amargada, dicha a pedradas, con esfuerzo. - ¿ Cree que pueda quedarme algunos días en esta máquina ? - Sonreí en silencio. Mire bien en sus ojos. No, este muchacho se iba a quedar toda su vida en este lugar, junto a este cementerio de viejos y fuereños. No tenía el coraje para vivir en la ciudad. Así como yo no lo tengo, ni nadie en este lugar. Traté de levantarme.
- Ayúdame muchacho, que no ves que estoy cojo.
- Me llamo Dagoberto, Dago para usted.
Sonreí. Un hormigueo familiar empezó a descender desde mi cintura y llegó hasta los muñones. También ellos saboreaban extenderse de nuevo en huesos, sangre, nervios, piel, dejar para siempre las piernas de aire, para sentir de nuevo el dolor de andar sobre la tierra en dos pies y no con un estómago, o codos o brazos. Dago se inclinó un poco y mostró la espalda joven, fuerte, como la de Roberto. Los muñones me hirvieron por la sangre que se agolpaba con fuerza en ellas y Dago volvió a mirar rumbo a la ciudad, como si de pronto se diera cuenta que vivir aquí, en el oxidado cementerio de vagones, junto a forasteros con acento de San Luis Potosí, junto a viejas decrépitas cuyos rostros el tiempo borraba en arrugas o lunares anchos junto a la nariz o verrugas llenas de pelos, junto a legiones de grillos que todas las noches se pegaban a las paredes tibias de los carros, que todo eso, era enterrarse en vida, dejar el coraje para andar por calles anchas, vecindades olorosas a sudor y orines, calles angostas, carros estacionados y grupos de perros despellejados; y Dago se sentó junto a mí. Suspiro un momento y por un momento sentí mis pies sobre la tierra, en los montones, la sangre ir más allá de la curvatura de mi piel costrosa y rajada, la sangre se arrastró centímetros junto a unos huesos jóvenes, tendones, nervios y carne, carne de segunda, de pobre, pero carne al fin, como la mía. Después empecé a caminar. El muchacho me cargaba. Había crecido, estaba más alto. Las piedras me calaban en los pies. Mis pies andaban. Mis pies eran largos, huesudos, de uñas negras que se dejaban ver a través de los huecos de mis huaraches de llanta, mis pies olían a podrido pero caminaban. Mire rumbo a la ciudad. Las casas estaban en silencio. Cuando volteé, Solidaridad parecía un montón de fierros sin vida, huecos. El sol pegaba, amarillo, despierto.. La tierra estaba caliente y volvía ver a Solidaridad y ya veía los techos ardientes de las máquina, del carro-carreo, del cabús: ardiendo cómo todos los días, en ese infierno diario. Las últimas mujeres regresaban de la vía del ferrocarril a Laredo como pequeñas figuras de humo que, apenas se desprendían de la tierra se evaporaban en la soledad del desierto y sus cazuelas repicaban como campanas heridas. Unas viejas empezaban a cruzar la malla de fierro donde el gobierno puso el letrero pero ahora eso ya no me importaba. Mis piernas se movían con torpeza sobre el terreno. Me sudaban, tenía comezón. - Ya te acostumbraras al terreno, le dije al muchacho. Quiso decirme algo pero lo callé.- Las piernas no piensan muchacho, - le dije mientras me cargaba y nos acercábamos a las casas. - las piernas tampoco hablan.