miércoles, agosto 13, 2025

El otro día mientras hacía una serie en el gimnasio puse atención en las venas de mis brazos. Y pensé las veces que, de niño, me inyectaron y las buscaron para canalizarme sueros y otras medicinas. Una ocasión, en particular, me picaron en la mano con tan mal tino que la enfermera la rompió. No tardó la sangre en hacer una bolita bajo la piel. Después me inyectaron en la otra mano y pasó lo mismo. Luego en la vena por encima del codo. Lo mismo. Del otro lado. Igual. Al final me pasaron el suero por las venas de los pies. Estuve con los pies en alto para que pudiera fluir la medicina y el suero. Pero cuántas veces no me han inyectado. Una temporada fui altamente enfermizo y casi cada semana me ponían suero. La última vez fue el año pasado, cuando mi cuerpo dijo basta a una temporada de estrés, viajes y cortisol alto. La enfermera me puso el contenido completo de una jeringa de omeprazol. Yo, que pensaba que solo iba por un pequeño cansancio. A veces nos excedemos. Yo vivo en el exceso. Diviértete, me dicen. Vive la vida. Pues bueno, creo que cada quien la vive como puede. En fin, me estoy yendo. Las venas. Quien sabe cuántas picaduras más les faltan.

domingo, julio 13, 2025

Nunca olvidaré el verano del 92, me parece, cuando mi tío Roberto decidió ofrecer sus servicios para podar el pasto crecido del parque de la colonia La Purísima. Los vecinos lo conocían porque, como todos en mi familia, tuvo que pasar por la aduana obligatoria de ayudarle a vender el periódico a mi abuelo. Mientras él se mantuvo sobrio, su empleo o, la forma como había decidido ganarse la vida, no era un problema para nadie en la familia, pero cuando volvió al alcoholismo, que dejó pendiente durante todos esos años se comulgó con el evangelismo, todo su trabajo se vino abajo, como él, y fue necesario echarle el hombro para sostenerlo. Pero mi familia es una familia de gente curiosa. Y mi tío Roberto no se quedaba atrás. Tengo miles de anécdotas de él, no todas buenas, porque he ido descubriendo, con el paso de los años, su valemadrismo y su procrastinación, que no pocas veces nos puso en peligro. Pero, lo que además le cuadraba bien, era que era realmente trabajador. Un tipo de que se entregaba a su trabajo y que no era raro que dieran las ocho y él aún estuviera atendiendo a clientes que lo veían llegar como a un salvador que les iba a arreglar el aire acondicionado que, en una ciudad como Monterrey, es casi obligatorio tener. Más ahora, aunque en esos años, no había tantos. Sin embargo, también había sus épocas flacas y, en una de ellas, decidió ofrecerse con los vecinos de la Purísima para podar el césped del parque central, que era demasiado grande, casi 100 metros de ancho por unos 300 de largo, más grande que dos canchas de futbol. Y mi tío, bueno, mi tío pensaba que iba a segar aquello a punta de machete y claro, con su mano de obra especial o estrella, si lo quieren llamar así: sus sobrinos. Aquello fue un infierno. Cómo se nos cansaron los brazos, quién sabe cuántas bolsas y más bolsas negras llenamos con la brizna, con el hierbazal. Y cómo nos tardamos. Por supuesto, aquello fue debut y despedida. Nunca más volvimos a desbrozar un campo y a mi tío, afortunadamente, nunca más se le ocurrió ofrecer esos servicios. A veces lo veíamos sentado en una banquita, mirándonos trabajar. En la sombra, además. Sí, nos explotó esas semanas, esos sábados. ¿Y para qué? Meses después, pues mi abuelo estacionaba su coche en la madrugada junto a ese parque, vi cómo todo lo que habíamos quitado había vuelto a aparecer, más verde, más vivo, más rebelde. De esto debe existir una lección, pero no la encuentro ahora o no la quiero buscar. Hoy, que pasé frente a la plaza, ya muy arreglada, con senderos, juegos, canchas bien delimitadas -entonces era solo un cuadrado de maleza rebelde-, pensé en los sitios en donde nos hundimos por una breve temporada, en las luchas de la nada que nos convocan a veces estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado y, esto es acaso lo más importante, sin la herramienta adecuada para poder el césped.

lunes, junio 09, 2025

Estoy muy orgulloso de mamá. No es porque antes no lo estuviera, pero agradable cuando también descubres en ellos, en tus padres, que aprenden cosas nuevas, que adquieren nuevas actitudes ante el mundo. Todos tenemos una imagen de nuestros padres que no suele cambiar mucho. Es decir, conocemos sus límites, entendemos sus acciones, sabemos hasta donde pueden ir o llegar. Y, cuando dan un paso más para allá no lo dan solo ellos, sino que también te llevan consigo.
Y algo así pasó estos días. En la calle donde viven mis papás y ahora yo también, suele ponerse un mercado los viernes por la noche. Una de las vecinas se dedica a vender fayuca y artículos de segunda mano y se pone frente a su casa y usa la banqueta de la casa de mis padres para poner tendederos y mesas y tener más metros de venta. A cambio, mi mamá puede tender la ropa en el techo de la vecina, porque ella no tiene manera, la casa cuenta con un cubo de luz nada más, y también tiene derecho a una ventana que da al mismo techo y por ahí se cuela el aire que en temporadas de calor es una bendición.
Pero no sólo eso: entre ambas ha habido una complicidad de años, vecinas al fin y al cabo de toda la vida, pero también ha habido un encaje: la vecina casi casi utilizaba a mamá para todo: que le pedía que recibiera paquetes, que le diera algo de comida, que le pasara la luz cuando se la cortaban, que llamara por teléfono, etcétera, todo a cambio de tender la ropa y también, de la ventana.
Todo se empezó a terminar desde hace meses, cuando mi hermana dejó su carro frente a la casa y la vecina no podía ponerse en la banqueta ni colocar más mesas de venta. Poco a poco su enfurecimiento crecía, hasta que terminó por increpar a mi mamá quien reculó y le pidió a mi hermana que se llevara el coche para que la vecina pusiera su negocio. En la familia nos quejamos, pero tampoco nos interesamos demasiado.
El viernes pasado finalmente la bomba explotó y puse de mi parte para que eso ocurriera. Salí de la ciudad y dejé mi coche frente a la casa, ya que en la otra está demasiado lejos y preví que si algo le hacían al coche no habría nadie enfrente para escuchar lo que fuera que le hicieran, así que dejé la camioneta en el despiadado y solicitado lugar. Así que el viernes, cuando la vecina vio que nadie iba a mover la camioneta explotó en furia y le prohibió a mi madre volver a tender en el techo de su casa. Sorprendida y triste, todavía pidió permiso para subir a quitar los tendederos. Se lo dieron. Cuando bajó, enojada aun, la vecina fue a increparla a la casa. Un cuñado vio eso y salió a hablar con ella, que esas no eran formas de tratar a alguien que, dicha la verdad, la ha apoyado toda la vida. La vecina escuchó todo delante de su hja mayor, mi cuñado no fue violento, solo dijo lo necesario y sin alzar la voz. La vecina, creo, esperaba apoyo de su hija mayor y, al no obtenerla, fue con su hija la menor y le dijo que mi cuñado había intentado golpearla.
Bueno, ahí empezó el desaguisado que terminó con gritos en la calle entre la hija menor de la vecina y mi hermana menor, y al final, indignación, muchas palabras, muchas amenazas de partirse la madre y mi madre con una crisis de ansiedad que la llevó al hospital. Mamá ya está mejor, y ya sabe que debe poner sus límites y hoy que llegué a verla encontré que había puesto sus tendederos en el patio. Me dio mucha ternura y fui y la abracé y la felicité. Puso límites!! Y al hacerlo, caray, también me enseña incluso a esta edad, a ponerlos.

viernes, mayo 02, 2025

Mi abuelo construía bicicletas de formas caprichosas. Iba de puesto en puesto, de tiradero de metales en tiradero, aprovechaba las oportunidades en talleres de bicicletas para pepenar, comprar en rebaja o rescatar manubrios, asientos, cuadros, mazas, cadenas y frenos a los que luego les daba formas caprichosas. Nunca empataba una cosa con la otra, pero esas bicicletas funcionaban para lo que se requerían. Así, de su imaginación germinaron otros recuerdos: la de mis primos y yo en busca de la bicicleta perfecta: no la que compraríamos sino la que él hiciera. Las sacaba a cuenta gotas, pero cada cierto tiempo nos entregaba una. Él me intentó enseñar a andar en la primera que tuve: una de cuadro de competencia, con manubrio de bici de entrega de pan y asiento de repartidor de periódicos. Me soltó en la calle y, como era demasiado grande para mí, no tardé en perder el equilibrio y caer. Me hice un chichón inmenso. En la cama, dolido, mientras me ponían vaporub, vi a mi abuelo en la entrada de la casa, apenado por el tremendo golpe que me había dado. Se notaba contrito y se regañaba por habersele hecho fácil soltarme así, y yo con las piernas tan cortas. A más cosas jugué con mis primos con esas bicicletas inesperadas y felices, a las que les puse el apodo, muchos, pero muchos años después, de las Franky, porque nunca sabías cómo iban a hacer. Ojalá aún quedara alguna, pero todas desaparecieron. Yo creo que están también con él, en ese cielo que forman los recuerdos y a los que podemos, de vez en cuando transportarnos, si la memoria es buena o si, como en este caso, escribimos sobre eso.

jueves, abril 24, 2025

Han sido días de cierta incertidumbre, pero también de una verdad: de que no era el momento. Y de que antes debo estar en paz con alguien más. Aún así no ha sido fácil. Lo que he perdido es cierto. Ese mundo que se me ofrecía se ha perdido, por impaciencia, por inmadurez, por lo que sea, pero esa ventana ya se ha cerrado. Pero tampoco estoy huérfano. Es decir. Hay tantas cosas a mi alrededor por las cuales estar feliz y luchar. Me estoy concentrando en ellas. Y hablo. Y acepto mis errores. Tampoco me castigo de más. Han sido días de estar en casa, con mis padres y mis sobrinas y al menos una hermana. Los otros permanecen y pertenecen ya a sus otras vidas. No hay queja. Bueno, un poco sí, pero ya hablaré con ellos. Además, no tengo modo de decir o exigir su presencia cuando he sido yo el que antes no estaba. Era como vivir en el sin lugar. Como no estar en un sitio. Como si me hubiera instalado en un lugar en donde aparentaba estar, pero no estaba y culpaba a otros por esa situación. En fin. Hablo. Escribo de modo críptico. Yo me entiendo. Y saldré de esto. Ya es hora de dormir.

miércoles, abril 23, 2025

No voy a desaprender nada de lo que aprendí contigo. Y es mejor ya hacerme a la idea de que nuestro tiempo terminó. Que ni tú ni yo aprendimos lo suficiente de nosotros y del otro para estar juntos, pero que en el tiempo que nos correspondió estarnos sí nos compartimos cosas que serán parte de nuestra historia. Seguiré dándole a mis perritos aceite de lavanda para tranquilizarlos y seré más cuidadoso con lo que comparta de mí en otras redes, haré el aceite de romero para el cabello e intentaré ser ese tipo bueno que creías ver en mí. Leeré poesía con más cuidado, así, haciendo la prueba del poema. Y otras cosas que no compartiré aquí. Que tú estuvieras fue un regalo en una vida que hacía tiempo estaba dormida, no por carencia de talentos sino por abandono. Aunque no estoy en paz con mis decisiones, voy a ver a dónde me conducen. Y seguro aparecerás por aquí cada cierto tiempo, y está bien. Yo no creo en el contacto cero porque en determinados casos solo mutila lo que puede seguir floreciendo. Y lo que aprendí contigo merece florecer. Convertirse en un gran árbol que le dé sombra, frescura y belleza a mi vida.

jueves, abril 17, 2025

Hoy me pusieron el tallador de granito, el típico de las casas mexicanas. Pero más allá de eso. El que estuvo tirado en el patio de la casa de mi abuela quien sabe por cuántos años. Décadas. Aunque no lo recuerdo en mi infancia, pero ahí estuvo. Y cuando supe que viviría aquí una temporada, me dije: debo estar mejor cuando se ponga. Y sí, hoy se ha puesto. No estoy mejor, dicho sea de paso, pero las cosas han evolucionado, y eso sólo es una buena noticia. Han cambiado. Aunque ahora recuerdo lo triste que estuve ese sábado en Madrid, que me obligué a caminar para no pensar en mi situación de ese momento. Caminé y caminé y caminé. Solo. Entre el bullicio, por el templo de De Bod hasta salir a la Almudena, luego por la calle de los coreanos hasta salir a un costado de El Callao. Mañana deberé estar mejor, pensaba, solo tengo que pasar esta noche. Y aunque al día siguiente fue peor, en fin. Ha pasado el tiempo. El tallador está instalado. 

lunes, abril 14, 2025

A mí, lo que me dieron los libros de Mario Vargas Llosa fue una disciplina lectora. No recuerdo en qué momento tomé aquel ejemplar de La ciudad y los perros, pero sin duda fue animado por la lectura de P, quien alababa, cada que podía, el inicio de la novela -Cuatro -dijo el jaguar. Con eso me bastó para adentrarme en esas tramas caudalosas de MMV. Las distintas perspectivas de los personajes, los narradores en distintos sitios, la trama entreverada, la confusión de quien hablaba y sobre todo la brutalidad en los actos de la novela me produjeron una sensación de estar en casa, es decir, de leer a alguien que iba a ser para mí. Años después, el maestro C, me lo dijo: -Tienes que buscar a tus maestros propios. Y, aunque no he escrito nada, ni por asomo a lo que MMV ha hecho, de alguna manera está en mi ideal de escritura escribir una novela que sea así, aunque no lo haya hecho ni lo haya intentado. De ese calibre aunque no se parezca a nada de eso. Por esas fechas, inicio del siglo XXI, me iba los sábados a leer a un restaurante por la zona de La Fe. Llegaba a las diez de la mañana y leía de tirón hasta la 1:30, 2:00, cuando por lo general entraba al cine en la misma plaza. Y leer a MMV fue parte de mi rutina. Sólo lo leía los sábados. Y así, tras terminar La ciudad y los perros, decidí tener mi temporada MMV. Leí, en ese año y medio, antes de irme a la cdmx, La casa verde, Conversación en la catedral, La tía Julia y el Escribidor, Historia de Mayta, Los jefes, los cachorros, Pantaleón y las visitadoras, hasta que llegué a La guerra del fin del mundo y entonces todo terminó. ¿Cómo ser el mismo después de leer esa novela ancha, amplia, profunda, esa red de narradores, esa voluntad mayúscula de escritura? Dice Capote que existe una diferencia entre escribir mal y escribir bien, pero es posible caminar ese trayecto, pero la diferencia entre escribir bien y hacer arte, es insondable. Me quedó claro, entonces, y no es una victimización de parte mía, que yo iba a intentar hacer arte, pero lo más probable es que me quedaré entre escribir bien e intentar hacer arte, que también sé que no todos lo desean, menos en estos tiempos de productos editoriales en pos de venta. Y eso me ayudó a amar más la novela. La tengo como una aspiración en mi oficio. Luego, más tarde, me leí La fiesta del Chivo y ahí terminé mi ciclo de lecturas de MMV. No he vuelto a leerlo desde entonces. Ni sus novelas nuevas. Me quiero quedar con el MMV de entonces y mi yo de entonces: un tipo solitario, callado, lector, con ciertas aspiraciones que hoy se han cumplido. Hoy lamento su fallecimiento. Poco me importaron, con el paso de los años, sus chismes literarios, su vida como persona, yo a la única que le había prestado atención era a su vida como autor. A sus novelas. Y, con sus novelas, me acompañó por años, me dio la disciplina para leer, que agradezco. Que vaya en paz, le digo. Nosotros, los lectores, también estamos en paz no con uno ni dos, sino con varias de sus obras. Es lo mejor que, como lectores, podemos desearle a quienes han escrito y, cómo lo han escrito, las historias que nos dan escena y camino en el mundo. 

lunes, abril 07, 2025

Desperté agradecido. Por las cosas pequeñas y las grandes, por las que se mantienen con estabilidad y las que desestabilizan. Por los amigos, claro, y las amigas. Por tener algunas cosas claras. Porque los nubarrones nos permiten ver de qué espíritu estamos hechos. Y desperté leyendo poesía. Así, de manera aleatoria, como me leía ella.  Y encontré estos versos sueltos: Nadie sabe qué fue del Fénix/ si alguna vez vuelve a su ceniza/ le gusta recordar otros momentos. Somos féniz y ceniza al mismo tiempo. Recuerdos para otros momentos.

domingo, abril 06, 2025

 Todo este camino ha estado sembrado de dudas. Y creo que uno no merece ser castigado, coaccionado o apurado por eso. La duda es una fragilidad. La duda es como una enfermedad de la que sólo se sale con el tiempo y con reflexión. Y sin embargo, mientras ocurre, todos los futuros son pasos en falso. Todos los futuros están alimentandos por la ansiedad de que no sean posibles. ¿Y si debo hacer esto y no lo otro? ¿Y si rompo el silencio? Dudas. El año pasado me leyeron el tarot. Yo, que nunca había ido a eso, fui dos veces. La primera ocasión con un hombre en una casa abierta al mercado de los domingos en el barrio. Lo que más recuerdo de esa lectura era que no estaba obligado a tomar ninguna decisión. Eso me tranquilizó, pero no me ayudó cuando unos días después me encontré ante mi momento más triste del año. Luego, el diciembre, me volvieron a leer el tarot y lo que más recuerdo de esa lectura fue mi pregunta de: ¿Y si no tomo las decisiones correctas, aunque me tarde, pero encontraré la luz? Si pospongo cortar un lazo, si regreso a donde dije que me iría. Si abrazo con fuerza la oportunidad nueva que se me ofrece. U ofrecía. No contaba con que un par de semanas después de esa lectura, aquella oportunidad que veía perdida volvería con fuerza. Antier, D, me dijo con su habitual asertividad: "no funcionó porque los jugadores siguen en el mismo sitio". Pero, al mismo tiempo, estaba cansado de forzarlo todo. Necesitaba paz, necesitaba hacer un alto. Y lo he hecho. Por quinta vez, creo, me he ido. He optado por alejarme y por tener paz. Pero a veces, me digo, ¿dónde está el coraje? Mi coraje, por supuesto, para arrebatar mi futuro. ¿Dónde está ese futuro? Me da miedo no resolverlo, pero voy a mi ritmo, ¿qué más? Hacerlo al ritmo de los otros solo me produce ansiedad. Aunque ahora son las dudas. Nada cambia. Espero que pronto lo haga. Hoy encontré también una pequeña almohada que me dieron y que, como fetiche, mantuve cerca hace meses. Me recordaba días lindos. Fuertes. Entrañables, donde ese futuro al que quería ir estaba claro, luminoso, asequible, hasta que descubrí que debía, antes, aprender ciertas cosas, valerme por mi mismo, es decir, recuperar ciertas cosas. En terapia lo dije: "le dije que necesitaba estar solo para aprender y no repetir viejos patrones". Es honesto, me dijo. Pero tal vez, solo tal vez, apurar el tiempo ha contaminado todo. De nuevo, las dudas.

jueves, abril 03, 2025

Encontré una manera de honrar y de cerrar esto. Creo que es una manera digna de decir adiós. Creo que es importante saber decir adiós, aunque para unas personas es más fácil que para otras. Aunque a algunas personas se les diga adiós con más facilidad que a otras. Esos adioses que significan "te tendré presente", "buen viaje, sé feliz". A veces esos adiós son la cosa más honesta y posible de decir para el bien de uno.  No creo que uno nos prepare para los siguientes, pero de alguna forma toda nuestra vida es un entrenamiento para decir adiós.

martes, abril 01, 2025

El flypi que te compré
la cafetera que te traje
el viaje que hice de vuelta
el tejuino que compartimos
el sol a su punto
el libro que te peleé
el mor dicho muchas veces
el perro una y otra vez
los perros
la casa abandonada
el pozole de res
cuyo nombre siempre olvido
son esas cosas
que conforman el paisaje
de lo perdido.

lunes, marzo 31, 2025

Tres lecciones de 500 pesos

Llegué a San Luis Potosí por la noche del jueves, después de dos días de trabajo arduo en nueve escuelas de la zona de San Miguel de Allende y Dolores, así como de encuentro virtuales con alumnos de preparatoria de la Fundación León. Venía cansado, después de madrugar, sumada una cuestión emocional y sentimental que no hace más que reproducir sus vicios y que espero, pronto se ordene. Pero aún así, venía con el ánimo bajo. Pero también venía cargado de regalos y de buenos gestos, entre ellos un casco espacial hecho a mi medida y una cajita de cartón, aun con moño, en donde guardaba otras cosas. En la taquilla de taxis una mujer ya mayor, con lentes con mucha graduación, me despachó rápido y no me vendió ningún boleto porque no tenía cambio de un billete de 500. Pregunte en los taxis, me ordenó. Fui con uno de ellos y me dijo que tampoco tenía, que no me podía llevar. Entonces me di cuenta que no traía la cajita conmigo. Asustado, volví a la taquilla, que tenía una pequeña repisa, para ver si ahí la había dejado. Cuando le pregunté a la despachadora sólo se alzó de hombros y dijo: "yo no soy responsable de lo que pone la gente ahí". En efecto, tenía razón, pero uno espera un poco de colaboración en los momentos de desconcierto. Salí al estacionamiento, pensando que ya la había perdido y, con ella, todos esos bonitos gestos y artefactos que me habían regalado los niños de San Miguel cuando la vi a la orilla de una cuneta y la recogí. Fastidiado, me dije, ya quiero llegar al hotel. Así que abordé un taxi atendido por un muchacho, pero antes le alerté que sólo traía un billete de 500 pesos y debía tener cambio. Debí alertarme desde que me empezó a decir "rey para acá", "rey para allá". Y más, cuando me dijo, "el centro está cerrado. Voy a tener que dar una vuelta larga". Hasta eso, avisó. Conozco los caminos al centro de San Luis y me dije, qué tanto puede salir, ya con llegar, está bien. Todo el camino, el taxista me habló de rey y de rey, como si la cháchara me fuera a despistar. Un par de veces, para presionar, le sugerí algunos cambios en la ruta, pero se mantuvo firme. Bueno, yo acepté, me dije. Para incomodarlo, cosa que no logré, lo empecé a cuestionar por el camino, pero él, firme, dijo que el centro estaba bloqueado y debía entrar por otro lado. "Ahorita lo vas a ver, rey". Al fin nos dirigimos al centro y, ya impaciente, noté que dio una vuelta en U en donde no debía y que se alejaba de nuevo del hotel. Hasta aquí, me dije. Ahora sí, sentía que se estaba burlando de mí. No porque antes no lo supiera, pero en lo que yo podía conceder, no estaba que se extendiera más de cierta cantidad. "Déjame aquí", le dije, porque de pronto me di cuenta que estaba en una situación de riesgo en la que yo solo me había puesto. "Claro, rey, disculpame, rey". Bajé las maletas y revisé que no dejara nada y entonces saqué el billete de 500 pesos. Y me dije, rápidamente, si le pago la corrida se irá como si nada. Y tomé la siguiente descisión. Le dije, "ten los 500, ya mentiste mucho por tenerlos, te los ganaste". "Gracias, rey", respondió y se fue, quiero creer que un día entenderá lo que sucedió y lo que intenté hacer conmigo, pero algo me dice que no. Irá timando gente, asustando gente, por unos pesos que nunca le van a alcanzar. o tal vez sí los necesitaba, en fin. Sí, perdí dinero, pero creo que gané otra cosa.
Fui al cajero, entonces al día siguiente, y me volvieron a dar tres billetes de 500 pesos. Quería ir al museo de la máscara. Cuando llegué había un concurso de oratoria. El guardia en la entrada me dijo: "son 20 pesos". Saqué el billete y me contestó: "Uy, no, joven, no tenemos cambio". Me quedé perplejo, es decir, teóricamente, es un servidor público. "¿Entonces, no me va a dejar entrar?" Negó con la cabeza. Por un momento, créanme, vacilé con la idea de ir a buscar cambio, no sé, comprar un refresco, algo, alguna cosa en la tienda, para poder pagarle y entonces me dije que esa no era mi responsabilidad, que debía ser tratado no con exceso de cortesía, pero sí que debía ser atendido. "¿En serio no me va a dejar pasar si no me puede cobrar?", le pregunté. "Es que sí hay que pagar". Debo aclarar en este punto el lamentable estado de los museos de San Luis Potosí. Hay abandono en esos lugares, polvo, agua estancada, cosas que no funcionan, me parece que sólo se salva el Museo Federico Silva y el MAC. Los demás, incluso el Leonora Carrington, se ven desolados y tristes. El guardia era una representación de eso. Le dejé el billete y le dije: "A la salida me da el cambio, porque no es mi responsabilidad conseguirle el vuelto". Al final me regresaron mis 480 pesos. Quiero creer que el guardia aprendió algo, pero yo creo que no. Y no, no perdí dinero, pero creo que gané otra cosa.
Finalmente, ayer, por la mañana, salí a caminar por el centro, rumbo al mercado Hidalgo. Los andadores estaban desolados. Un par de policías comían su tamal y atole en una esquina. De pronto di la vuelta en la calle de González Ortega y me apareció un muchacho frágil, delgado, sucio, con la mirada de extraviada. Me abordó, me preguntó si le podía dar algo de dinero. Me negué y le respondí: "No traigo". Y en ese momento recordé, que un día atrás, había comido en esa calle, en casa de unos amigos muy queridos, que contaba con habitación y amistades en ese sitio y que no necesitaba mentir. ¿Qué me hacía mentir a un chico como él? Pude haber dicho "no quiero". "Ahora no". Etcétera. Pero mentí: dije: "No tengo". Y sí, sí tenía. Ya había dado varios pasos, dejándolo atrás y me detuve. Me regresé. Abrí la cartera y le entregué el último billete de 500. El chico abrió mucho los ojos, se inclinó y santiguó el billete. "Espero que te sirva y un día te los ganes de otra forma", le dije, pero él ya se iba, asombrado. Y sí, pues, perdí dinero, pero creo que al final, gané otra cosa. Algo mucho más valioso que el dinero en estos tres lances, en estas tres lecciones de 500 pesos.