Resulta curioso cómo adoptas autores para tu canon personal. Al principio sólo conoces de él o de ella una obra, una referencia vaga, por lo general, sobre tal o cual obra que anida en tu cerebro de lector y sabes que tendrás un libro suyo. Es casi como una predestinación. Tal poema. Tal historia. Tal libro. Y lo compras. Sabes que hay algo para ti ahí, en ese nombre de autor que resuena. Y luego compruebas que realmente sí te gusta, que al leerlo no desaparece esa curiosidad que se vuelve en interés, en seducción, en complicidad. Eso me ha sucedido desde hace un año o más, con la obra de Vicente Herrasti, un narrador mexicano nacido en los 60 y con una obra breve, más no escueta, en donde su mayor apuesta es olvidarse de la contemporaneidad para construir espacios que lindan en los tiempos pasados con una maestría que es como un abrazo. Tal vez, tal vez, tampoco es un autor para las masas. Hace tiempo me invitaron a presentar a un autor español, de como dicen ellos, de super ventas. Estaba muy preocupado porque debía leer cuatro obras suyas para tener la conversación con él ante un auditorio que imaginaba colmado de seguidores. La carga laboral no me dejó avanzar y faltando un día abrí sus libros, preocupado. Para mi sorpresa me encontré una prosa líquida, párrafos muy breves, diálogos ligeros con poca sustancia, aunque se entreveían los lugares comunes de cierto tipo de literatura ligera, que apuesta más por la repetición de ideas ya aceptadas sobre la muerte, el amor y la tristeza. Suspiré aliviado. En dos o tres horas ya sabía de qué iba aquello y que no necesitaba en realidad preocuparme. No sé si pudiera hacer eso con la obra de Herrasti. En Las muertes de Gengi, por ejemplo, se introduce en la vida de cuatro personas que giran alrededor de este célebre libro japonés. Cada historia se escribe con calma y soltura. El conocimiento de la literatura japonesa y de ese libro en particular es asombrosa. Hay un montón de escenas sobre lo místico, la violencia, la soledad, un desarrollo gradual y profundo de los personajes. De pronto te da la sensación de que Herrasti, como un buen jugador de ajedrez, que no sé si lo sea, prepara una escena a la que quiere llegar con más de 50 páginas de anticipación. Y esa paciencia da buenas recompensas a quien lee. En La muerte del filósofo, nos lleva a la muerte de Gorgias, el sofista de Leontinos y el periplo de Akorna, el esclavo a su servicio. Por aquí o por allá salpica el conocimiento de la cultura griega, de la vida cotidiana de su tiempo, en fin. Una muestra de saber sostener con maestría los tiempos pasados. Ahota leo Fue, que me recuerda el inicio de La muerte de Virgilio y, cómo esa novela, está ubicada en la Roma Imperial. Van apenas 50 páginas y los personajes giran alrededor de la muerte misteriosa de un pasajero ya entrado en años. Me faltan como 450 páginas más de lectura, pero sé que serán dichosas. Luego iré por Diorama, que tengo en una primera edición de Joaquín Mortiz, ese célebre sello literario, me parece, ya desaparecido tras la compra por parte de Planeta. Tenemos qué hablar un día de cómo esos sellos se compran para desaparecer. Seguiré leyendo a Herrasti, luego vuelvo aquí, para mí, con noticias de los dos libros.
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