Hace días me hicieron recordar al viejo. No fue un ejercicio de la memoria directo, sino más bien indirecto. Leí en el periódico que el INBA le realizó un homenaje por sus casi 90 años de vida, un homenaje en toda ley y en toda forma en Bellas Artes con amigos, reseñas, palabras de esas bonitas que sólo a los 90 uno puede recibir y sobre todo vino del bueno, del que al viejo le gusta. En realidad, no puedo decir que soy amigo del viejo. No, no, decirlo sería presunción. En suma, creo ser o más bien, no ser amigo de muchos viejos del medio. No me les acerco, para qué. Aunque tal vez muchos piensen que es la única manera de sobrevivir medianamente en la república de las letras, pero esto del compadrazgo es para viajeros, no para residentes de tiempo completo.
Tal vez por eso, desde que terminé mi relación con el viejo no he vuelto a saber de él. No lo he visto, no me lo he encontrado en reuniones. Una tarde, invitado por una buena amiga de aquel tiempo, fui a la presentación de un libro y ahí estaba el viejo con su copa de vino y la mirada vidriosa de quien ya no espera más. Una chica, la autora del poema, dijo que la alegría mas importante de su vida era que el viejo hubiera ido a la presentación del libro y le dedicó un poema, malo, diré, cursi, plagado de lugares comunes y enunciado con esa voz cantadita que muchos poetas piensan que es poesía.
El viejo agradeció y luego murmuró algo a su novia de aquel entonces, una chamaca como de treinta. Conociéndolo, seguro maldijo.
Y sin embargo, durante un año vi al viejo todos los miércoles, de cuatro a seis de la tarde. Llegaba un poco bebido y pugnaba por una poesía y un lenguaje más limpio. Era un terrorista del pasado pero que con nosotros fue más bien diplomático, como cansado de seguir yendo los miércoles a aquel taller, como si lo literario le diera ya tremenda flojera.
No así la fiesta. Varias veces nos invitó a su casa a beber, como era tradición, y nos contó sus historias de fantasmas, de aquellos quijotes que conoció y que fue enterrando poco a poco. Decía, divertido, que cuando iba al funeral todo mundo pasaba a darle las condolencias pero él sólo decía frente al féretro del amigo: "a tí también te gané".
Luego, todo aquello acabó y no volví a verlo, ni anduve mandándole recados, ni siquiera me apersoné en su casa con mis libros siguientes. Pero sigo recordándolo. Es el viejo. Recuerdo aquella anécdota que nos contó una vez, de cuando en un restaurante un borracho lo confundió con Fidel Velazquez. El viejo sonrió y calló y obtuvo el premio: la cena y la bebida pagadas.
Así han pasado los años. Ya tiene más de 90 años y sigue ejerciendo esa pequeña sabiduría hoy tan pasada de moda, hoy que está in vociferar, gritar a los vientos, golpearse el pecho con las plumas enfurecidas y llenas de sangre. El viejo sigue callado y sigue sonriendo. Ha dicho que ya no necesita escribir, que para qué.