Mi abuelo construía bicicletas de formas caprichosas. Iba de puesto en puesto, de tiradero de metales en tiradero, aprovechaba las oportunidades en talleres de bicicletas para pepenar, comprar en rebaja o rescatar manubrios, asientos, cuadros, mazas, cadenas y frenos a los que luego les daba formas caprichosas. Nunca empataba una cosa con la otra, pero esas bicicletas funcionaban para lo que se requerían. Así, de su imaginación germinaron otros recuerdos: la de mis primos y yo en busca de la bicicleta perfecta: no la que compraríamos sino la que él hiciera. Las sacaba a cuenta gotas, pero cada cierto tiempo nos entregaba una. Él me intentó enseñar a andar en la primera que tuve: una de cuadro de competencia, con manubrio de bici de entrega de pan y asiento de repartidor de periódicos. Me soltó en la calle y, como era demasiado grande para mí, no tardé en perder el equilibrio y caer. Me hice un chichón inmenso. En la cama, dolido, mientras me ponían vaporub, vi a mi abuelo en la entrada de la casa, apenado por el tremendo golpe que me había dado. Se notaba contrito y se regañaba por habersele hecho fácil soltarme así, y yo con las piernas tan cortas. A más cosas jugué con mis primos con esas bicicletas inesperadas y felices, a las que les puse el apodo, muchos, pero muchos años después, de las Franky, porque nunca sabías cómo iban a hacer. Ojalá aún quedara alguna, pero todas desaparecieron. Yo creo que están también con él, en ese cielo que forman los recuerdos y a los que podemos, de vez en cuando transportarnos, si la memoria es buena o si, como en este caso, escribimos sobre eso.
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