miércoles, marzo 29, 2006

Al final de las cosas

Para llegar al sitio donde será la entrega oficial del archivo histórico del Centro Mexicano de Escritores hay que pasar por un túnel de madera. Es un túnel redondo, que da la sensación de viajar en el tiempo. Al salir de él aparece una pequeña estancia con una gran fuente al centro. La fuente es de madera y hierro. Un chorro de agua resbalara por una esfera de acero y el agua chisporrotea hacia el cemento, brinca jubilosamente fuera de su cauce. Una mesa con mantel con el logo de la UNAM descanda junto a un muro. Las sillas ya están dispuestas. Veo al maestro Carlos Montemayor con la mirada perdida, al maestro Alí Chumacero que avanza, blanco, fantasmal hacia el busto de Sor Juana Inés de la Cruz. Alí se detiene, mira amorosamente a la décima musa y le acaricia la mejilla de acero. Frío el acero, tibias las manos del poeta al posarse sobre el rostro de nuestro fénix de oro.
Martes 28 de marzo de 2006 y finalmente, el archivo del Centro Mexicano de Escritores pasará a ser parte formal, tesoro preciado de la Biblioteca Nacional. Conforme pasan los minutos el túnel del tiempo que da a la estancia vomita escritores de todas las generaciones. Los hermanos Carrasco Teja, Alejandro Licona, Ana Mary Gomíz, el joven Retes aparece con su rizada y dorada melena a saludar con una sonrisa sin par a todo mundo. En la mesa ya están sentados Carlos Montemayor junto al maestro Bonifáz Nuño. Los ojos casi oscurecidos del maestro auscultan la fuente donde el agua brinca desinteresada. Alí se pone unos lentes negro muy anchos que le tapan el rostro mientras Clementina Ovando sonríe, pequeña, arrugada, tras la mesa.
Y Martha no llega pero las sillas se ocupan, son invadidas, resuellan los goznes, las soldaduras con germen de viejo soportan los pesos. Por aquí y por allá se habla de libros, de ediciones, de posibles antologías. En las manos húmedas, en las manos rocosas pasa la invitación que la Biblioteca Nacional expidió para el evento. En la parte delantera de la misma vienen las fotos de un juvenil Rulfo, Rosario Castellanos y Arreola. Se cuentan anécdotas y chistes y Martha Domínguez no llega.
Cuando tal parece que estan por iniciar, una vez que el maestro Vicente Quirarte toma el micrófono, carraspea un poco, se pasa la mano por la cabeza con cabello escaso, afina la mirada y toma la invitación, aparece Martha Domínguez. Viene de rojo. La secretaria técnica del Centro Mexicano de Escritores, la polémica y tesonera Martha Domínguez aparece vomitada por ese mismo túnel del tiempo e inicia la sesión.
El Centro Mexicano de Escritores dona, así, a la Biblioteca Nacional, todo su archivo. Fueron más de 53 años de vida. En sus entrañas estuvieron muchas de las novelas y libros que cambiaron la faz de la literatura mexicana. Pedro Páramo cuando se llamaba Los Murmullos, el primer libro de José Carlos Becerra, la carta con la que Carlos Fuentes pide la beca para escribir La región más transparente, las firmas de Alfonso Reyes, Magaña y más para pedir apoyo a escritores jóvenes. Y un sin fin de material fotográfico también cambia de dueño. Clementina de Ovando habla de la tradición del Centro, Carlos Montemayor agradece la hospitalidad del Centro, habla de sus transfusiones de sangre en el pasado.
Al final, antes de que Quirarte nos invite a la exposición fotográfica, Montemayor le pide el micrófono. Dice: en las comidas que había para dar la bienvenida a los becarios del centro mexicano de escritores, y muchos recordarán y saben a qué me refiero -y recuerdo la comida que nos hicieron a nosotros en un restaurante veracruzano por Miguel Angel de Quevedo-, siempre, al final, se daba un agradecimiendo a Martha Domínguez por todo su esfuerzo. No quiero omitir esa tradición. Luego vuelve el rostro y mira a Martha. Muchas gracias por todo.
Y todos aplauden, las palmas brotan como piedras cayendo sobre piedras, una y otra, palmas contra palmas gozosamente, un estallido de carne, un temblor de aplausos. Y Martha llora, le tiembla el mentón y Martha llora.
Es triste estar en el final de las cosas, le digo a Alfredo Carrasco, el final de las buenas y viejas y grandes cosas. Alfredo asiente. Allá, al frente, está lo que quedó del Centro Mexicano de Escritores. Las obras, las solicitudes de becas, los contratos, las novelas terminadas o no terminadas están en un edificio custiodiado por el busto de Sor Juana Inés de la Cruz. Es un buen fin, pienso mientras camino de reversa por el túnel del tiempo y salgo, y me voy.