jueves, diciembre 06, 2007

Un regalo a la humanidad

La sala es oscura pero con telones y capas rojas que combinan con las sillas del mismo color. Al fondo, sobre la pared, se ven los pendones con las imágenes de Anabel Ochoa y de Josu Iturbe, autores de El conversador y de El cadáver crítico, respectivamente. En medio de las sillas vacías ya se cuela una charla tranquila, apenas susurros que se enredan con el metal plateado que sobre sale en respaldos y patas, junto con el casi cobrizo color de las copas de cristal. Entramos y nos sentamos en las filas de atrás. Llega la gente, llega. En la esquina vemos a Anabel vestida de negro con gruesos y largos collares, la mirada entrecerrada como quien esconde los ojos. Josu entra más tarde. Diana Bracho hace su aparición y la presentación tarda en iniciar. Al rato los meseros llenan las copas de vino con un tinto seco y fuerte mientras las carcajadas de Anabel Ochoa se desparraman, gordas y felices en todo el lugar.
Y la presentación se tarda, se tarda, se tarda. Es que viene gente, avisó que viene gente pero el tráfico está increíble, dicen por ahí. Un papelito con la imagen de Ochoa, colgado en la pared de fondo, se despega del muro y cae, tal vez, un tanto desesperado. Cuando finalmente da inicio la presentación aún quedan sillas vacías. Primero habla Diana Bracho sobre el amor de Josu y Anabel y pasa a leer el prólogo del libro que Josu escribió sobre el conversador. Después habla la hija de Ochoa y Josue, Diana y lee el prólogo que Anabel escribió para El cadáver crítico. En todo momento, Ochoa se ve autosuficiente, fuma, se acomoda en la silla, observa al público sin por ellos abrir un poco la mirada, siempre sus párpados pesadamente sobre sus ojos. Cuando Diana habla de penurias, Anabel Ochoa llora, pero es imposible verle las lágrimas pero sí los movimientos nerviosos de la mano hacia la mejilla y después su sonrisa blanca, dura, casi postiza.
Bracho y Diana leen ahora fragmentos de las obras, Bracho entona muy bien los fragmentos, puntualiza emociones, contiene la voz, le da a su lectura esos giros cómplices, Diana lee un tanto más opacada, monotonal aunque le brille la mirada por lo que lee.
Después vienen los autores, pero ambos deciden no hablar de sus libros. Es una reunión de amigos, dicen cada cierto tiempo, como dándonos a entender que ellos son, hoy, los homenajeados y como homenajedos, pueden hacer lo que se les antoje. Y hablan de su exilio intelectual, de cómo empezó Anabel Ocho la sexóloga o cochinóloga. Habla de que ella era antes, la señora de Iturbe y casi se iergue con orgullo al decir que ahora, Iturbe es el señor de Ochoa. Y en todo momento, Anabel no abre los ojos, sonríe, sí, pero es una sonrisa casi congelada, como un ensayo. De vez en cuando suelta palabrotas como para despertar a la gente y dice vaginas, penes, coños, mierdas, etcéteras, esas palabras que asustan a los infantes.
La sesión de preguntas se vuelve una sesión de halagos. "Me felicito a mí misma por conocerlos", dice una chica. "Felicito a la humanidad por que ustedes existen", dice alguien más. "Los mexicanos somos muy afortunados por tenerlos con nosotros", refuta alguien más. Un tipo, ya un tanto borracho, le exige a Iturbe que le de la pócima mágica para sostener un matrimonio por veinte años. Ayúdame, gime.
Y los minutos se vuelven pesados, tanto como la mirada entrecerrada, como el vozarron duro de Anabel Ochoa y las bromas que se juegan entre Ochoa e Iturbe. El público quiere seguir hablando. El público está feliz. Uno habla de su revista de hace veinte años, otro habla de las conquistas del 68, otro más, un señor de 75 años, declara su amor por la sexóloga y le arranca otras lágrimas que al igual que las anteriores, es imposible ver entre pestañas, sonrisas blancas y dejos de autosuficiencia. Somos anarquistas, afirman con orgullo. Es imposible no sentirse incómodo cuando los elogios llegan a casi media hora, cuando todos se felicitan por ser amigos por Anabel Ochoa. ¿Cuanto tiempo ininterrumpidamente, puede vivir un hombre oyendo que es genial? Afortunadamente Diana Bracho corta el explaye para dar pauta a las reinas chulas. Para esa hora el vino ya se ha terminado, los canapés ya rondan de mesa en mesa. Para esa hora, bueno, ya nada nos queda, dólo regresar a casa, maltrechos, dolidas las nalgas, con hambre también pero llevándonos para siempre, en la memoria, esos ojos entrecerrados, ese regalo a la humanidad que se felicita así misma, por conocer a Ochoa.

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