viernes, abril 11, 2008

La tumba del gorrión


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...Sólo hasta entonces el niño pudo sentir lo que era matar. Antes lo había hecho, pero de una manera casi instintiva y sólo dentro de la esfera del mundo de los insectos y del juego. Habían sido sus víctimas, arañas que aplastaba con el pulgar, pequeñas cucarachas abatidas por el peso del zapato, hormigas que corrían inquietas ante la flama de un encendedor y mariposas, sobre todo, mariposas. A veces, junto con el resto de la pandilla, cortaba ramas de los pocos árboles en los terrenos baldíos cercanos a su casa y salía al descampado —que no eran otra cosa que los mismos terrenos abandonados, pedazos de tierra cedidos a la intemperie en medio de la colonia—, con el afán de matar mariposas.
Casi siempre era a principios de marzo —o de abril— cuando los insectos atravesaban la zona en un desdibujado peregrinaje hacia el sur, huyendo de los fríos que a veces alcanzaban a lamer las orillas de la ciudad. Junto con los demás, el niño formaba una primer línea imaginaria de ataque, separados los muchachos por algunos metros entre sí, listos para cazar a las mariposas que descendían sobre los descampados buscando tierra. Eran como una marejada multicolor que descendía de los techos de las casas sólo para morir ante el ataque. Algunas, en realidad muchas, caían ante el mandoble de aquella arma ruda hecha con las ramas. Al niño le gustaba escuchar el silbido del aire al agitar el ramaje y le daba la ilusión de que lo arañaba, de que él, con su poca fuerza y con una rama era capaz de dañar algo que no se podía palpar, que no se podía saborear. Y el mejor ejemplo de eso, eran las mariposas que caían con las alas deshechas o los cuerpos rotos, que caían como pedazos de papel entre las piedras.
Después las levantaba, con un gesto casi amoroso, y las depositaba en un bote de plástico donde se hacinaba el resto de los insectos: mariposas amarillas, payasos, monarcas, estilizados caballos del diablo y caballetes. Le gustaba mirar al interior de esas minúsculas cárceles de plástico. La profusión de patas, alas y cabezas con antenas le provocaba ansiedad, como si de pronto trajera patitas tras las encías y hormigas bajándole por la espalda. Al menos durante esa tarde iba con el bote de un lado para otro, mostrándolo con orgullo.
Una vez terminada la caza, el resto de los chicos se reunía a jugar su botín en partidas de tapados.
Los caballos del diablo y las mariposas pasaban de mano en mano en cada revés de la moneda. El niño conocía bien el sistema de valores al interior de la pandilla. Las mariposas monarca se cotizaban alto. Los escarabajos valían su peso en oro, lo mismo que las arañas. Hormigas, tijerillas, grillos, resultaban moneda corriente. Por eso procuraba matar más mariposas monarcas, por eso buscaba entre las piedras los insectos más raros. Aquellos que se salían de cualquier clasificación eran los especímenes con más valor. Nunca se preguntó quién había decidido tal importe.
Era como una vieja tradición que pasaba de generación infantil tras generación infantil. A veces, al revisar el interior de su bote, le daba fastidio saber que tantas palomas amarillas no llegaban ni siquiera al precio de un caballete. Movía la cabeza con cierto enojo al comprobar que otro, con un golpe de suerte, había obtenido con una sola captura todas las ganancias que él había logrado en una hora.
Tampoco importaba, pensaba entonces, porque lo que el trabajo no conseguía, a veces lo alcanzaba la suerte en los volados.
Las monedas eran grandes, de un color cobrizo. Al tocarlas se traía un olor a tierra agria. Al niño le gustaban esas monedas. Lo hacían sentir que sí traía dinero. Desechó desde ese entonces la liviandad de los billetes, era como traer aire, el mismo que intentaba rasgar con las ramas.
El grupo se juntaba afuera de una casa donde vivía un viejo: una casa de tablones amarillos y techos de hojas de asbesto, la única de la cuadra con jardín al frente, también la única de la cuadra que no estaba construida con bloques y lozas de cemento. En el jardín había una higuera y un árbol de mandarinas. El grupo hacía un círculo y mostraba el interior de los botes ante los ojos escrutadores de los otros niños. Después los pasaban de mano en mano para comprobar la calidad de los insectos. No tardaban en hacerse los retos, las apuestas corrían, las manos frotaban las duras monedas de cobre contra la banqueta para calentarlas y así las lanzaban al aire.
Tanto por el caballito del diablo. Yo quiero la monarca que está buena. Te reto estos cinco chapulines por el chapulín rojo. No la llegas, no la llegas. Las monedas en el aire eran como otras mariposas con su aleteo de fortuna o infortunio. Antes de caer, las manos, rápidas, las ocultaban. Cara gana, escudo pierde, escupía con desdén quien había ganado todas las apuestas hasta ese entonces. Después las manos se levantaban y empezaba el conteo. Gané, gané, perdí, gané, perdí. Se intercambiaban los animalejos y volvían a apostar.
Así se podía ir la tarde hasta que sólo uno obtuviera todo el botín. Mientras tanto no faltaban las risas, las burlas, el relato a veces minucioso y repetido de los incidentes de la caza. Alguno se lamentaba por aquella mariposa que se le había escapado, otro pregonaba el insecto más interesante de la jornada.
Al niño no se le iban muchas, pero cuando alguna se escapaba, no diría que feliz, pero libre de él, una pequeña frustración le invadía el pecho. No se quedaba lamentándose mucho rato, porque la caza continuaba y había qué volver. Pero sólo hasta la hora del juego era cuando empezaba a recordar ese botín que se le había ido entre las ramas, literalmente.
Pocas veces ganó el botín de insectos. La mayoría de las veces lo dejaban limpio a la cuarta o quinta ronda. A veces se esperaba, no hacía apuestas, atento al devenir del juego. Sus ojos iban de la moneda en el aire a las manos que las ocultaban, después la revelación. Al final terminaba apostando.
Al finalizar el juego, llegaba lo más importante de todo: la hoguera. El ganador tenía el derecho de lanzar sus insectos al fuego. Era un ínfimo golpe de gracia para los insectos: el que lograra escapar se salvaba. Hacían la hoguera en el mismo terreno baldío donde había sido la cacería, trozos de madera y plásticos servían de combustible. No tardaba en levantarse un fuego espeso, trabado y líquido abajo pero bailarín, nervioso, volátil en la parte alta. El ganador lanzaba el insecto al fuego. Les gustaba ver cómo enrojecían, cómo se agitaban los cuerpos por última vez. Aplaudían cuando alguno lograba escapar, generalmente los caballitos del diablo o mariposas de alas intactas a pesar del manoseo.
Una vez, recordaba el niño, una mariposa monarca había estado a punto de escapar. Se elevó con dificultad, acomodándose al aire después del envión. Todos los ojos la siguieron en su periplo. La mariposa jadeó, rozó el fuego, se elevó, se elevó, casi sorteaba el fuego cuando un manotazo de lumbre la alcanzó, pero el insecto siguió volando y justo cuando parecía que se iba, justo cuando estaba por arrancar la admiración en todos, repentinamente apretó las alas, encogiéndolas alrededor de su cuerpo, enroscada y cayó al fuego. Una sentida lamentación abrasó las bocas de todos. Luego lanzaron más insectos.
A veces el niño pensaba que en ese pequeño juego se condensaba todo lo que ocurría alrededor de él o lo que podría ocurrir alrededor de él: mariposas a salvo de las llamas o mariposas consumidas. Una parte de él se quemaba con las alas amarradas por la lumbre, otra parte de él se quedaba a salvo cuando veía a la débil mariposa levantar el vuelo con dificultad, como si de un salto mágico hubiera evadido el fuego.
Y sin embargo, durante todo ese tiempo, desde que aprendió a matar insectos, nunca había tenido esa sensación de abandono y ansiedad que ahora sentía. No era placer, aunque no lograba precisar si era alegría lo que sentía o una profunda tristeza, pero era una sensación que no lograba precisar. Con el cuerpo muerto a sus pies —se le había caído de las manos—, intentó descifrar eso que ahora lo embargaba. Era una sensación cálida, pero al mismo tiempo vergonzosa. Sólo hasta ese momento se preguntó por qué lo había hecho. No era una pregunta que viniera de la culpa. No. Pero después se preguntó porqué hacía lo otro con los insectos.
Intentó recrear lo que sentía al matar insectos y no tardó en llegar a la conclusión de que sólo le causaban alegría cuando los mataba en el llano, cuando los lanzaban a las llamas. En otro momento, en otra circunstancia, no eran nada: sólo insectos. Algo, no alguien, a quien se podía aplastar. Su propio padre lo hacía. Su madre a veces regresaba del supermercado con veneno para ratas o contra cucarachas. Lo dejaban con suma tranquilidad en las esquinas, casi siempre en pedazos de tortillas o pan duro. Nunca en carne. Nunca. Se lo pueden comer los gatos, le había dicho una vez su madre. Ya sabes que a tu hermana le gustan los gatos. Así había aprendido que unas cosas se pueden matar, pero otras no.
¿Y por qué esas otras cosas no se podían matar?
La preguntó apareció de nuevo mientras veía el cuerpo a sus pies. Por un momento quiso salir corriendo, ocultar el cadáver, no ser visto en la escena del crimen, pero después pensó de nuevo en sus amigos que se sentaban a ver insectos quemándose. Intentó encontrar la diferencia pero no halló ninguna. No había ninguna diferencia en el fondo: cortar una vida, aplastar pequeños o grandes pulmones. ¿El permiso para matar tenía qué ver con el tamaño? ¿Había un permiso especial, un permiso dado por los centímetros y las reglas de medir? Tal vez, por eso, a los gatos no se les debía de matar. A las ratas sí. Las ratas eran de un tamaño que sí se podía aplastar. Gatos no, ratas sí. Insectos sí, conejos o perros no. Se lamentó entonces por los que mataban elefantes. O los que mataban personas.
Sólo entonces sintió tranquilidad y pudo descifrar bien ese sentimiento. Se inclinó y tomó el cadáver. Lo auscultó. Después alzó la vista y buscó al resto de sus compañeros, perdidos en el llano mientras jugaban a las guerras. A un lado estaba la piedra con la que había matado al animal. En verdad, había sido un golpe de suerte y nadie le había prestado atención en ese momento. Estaba solo en el llano, hundidos sus pies entre las piedras. Metió el dedo gordo en el pico del ave y jaló de él hasta que lo abrió.
Qué cosas se pueden encontrar en el interior de un pico.
Después escuchó su nombre y, al igual que los insectos, tiró el animal entre las piedras mientras corría de regreso con el grupo. Aprendí a matar aves, se dijo con cierta felicidad mientras aceleraba el trote, ansioso por contarle a los demás su hallazgo y mientras el aire se le enredaba en el rostro, los codos y las rodillas: hoy aprendí a matar cosas con alas...