sábado, octubre 08, 2022

 Entré al Centro Mexicano de Escritores a finales de febrero del 2002. La cita de apertura fue en un restaurante famoso por su comida veracruzana, al sur de la ciudad de México, sobre la avenida Miguel Ángel de Quevedo. Eran mis primeros días en la capital del país, así que no sabía aún, bien a bien, cómo moverme por la ciudad aunque el metro realmente conduce a casi todos lados. La mesa donde nos recibieron tenía galones de fiesta, un fotógrafo nos pidió posar antes de sentarnos a ella. Ahí conocí a Marthita, la eterna secretaria de la maestra Griselda Álvarez, directora del centro, quien para esas fechas ya no salía mucho de su casa por una enfermedad que terminaría con sus días. No tardé en reconocer a los otros becarios: al igual que yo, estaban entre cohibidos y esperanzados de lo que iba a suceder. En la tardeada Marthita nos presentó con el resto de los patronos del CME: líderes empresariales que daban el dinero para el sustento del proyecto, que a mi fecha de arriba ya tenía 52 años de existencia. La comida fue amable, relajada. Era un año atípico para el CME, porque de los seis becarios, solo dos radicaban en la Ciudad y el resto proveníamos de otros sitios: Nora venía de Xico todos los miércoles, Socorro y Manuel viajaban desde Morelos y yo arribaba desde Monterrey. Con esa comida inició uno de mis años más curiosos, solo por ser novedoso, en mi vida. Las sesiones eran los miércoles, en la pequeña casa de dos plantas, con un jardín pequeño pero bien cuidado al frente. En el muro que servía de reja, cerca de la entrada, había una placa con el nombre del centro, aunque en la entrada a la construcción había una más que anunciaba las becas Juan José Arreola, que tenían otro público, aunque al final todos los que entrábamos ahí era para lo mismo: escribir. La casa tenía muebles viejos, de maderas demasiado pulidas ya por los años. Había un pequeño recibidor, luego, a la derecha, una sala con sillones gastados, después el sanitario y el inicio de la escalera, de esos escalones sólidos, de mosaico, anchos en los bordes, duros, materializados para sobrevivir todos los terremotos. Tras el inicio de la escalera se encontraba el comedor, en el que destacaba una mesa grande, no de roble, sino de cualquier madera laqueada que le daba un aire soberbio. Cada cabecera contaba con una silla: hacia el poniente se sentaba Alí Chumacero, hacia el oriente Carlos Montemayor. Tres sillas de cada lado para los becarios. Todo el CME era como un museo. Sí, había máquinas de escribir, libros viejos en algunos libreros sueltos por ahí: pero lo que tenía un valor incalculable, me parece, en las fotografías de las 51 generaciones que habían estado antes de nosotros. Nuestra foto fue tomada en aquella comida inaugural. Luego, al subir por las escaleras, estaban otras fotos en solitario, de autores y autoras que habían sido parte del CME y ya habían muerto. Símbolo curioso aquel. Un día, pensé, todos estaremos en esa pared eterna. Arriba, en dos habitaciones, se encontraban las oficinas: en una donde dos empleados, lamento haber olvidado sus nombres, un hombre y una mujer, nos atendían, sacaban las copias de los textos a leer y en la otra se encontraba el inmenso escritorio de Marthita, que recuerdo tenía una letra cursiva nerviosa, extendida, frugal. Detrás de ella había gabinetes y en ellos, no solo los contratos, sino los manuscritos, porque una regla para todos los becarios era dejar al final un ejemplar de lo que hubieras escrito ese año y lo firmaras. Así, pude ver el manuscrito original de varios libros hoy cumbres de nuestra literatura. Marthita ahí firmaba los cheques, los contratos. Por ahí debo tener esas cartas que me dio, con el membrete en color naranja del Centro. El texto, además, ahora que lo recuerdo, estaba escrito a máquina, sí, pero con moldes que semejaban la escritura manuscrita. Como dije antes: nos veíamos todos los miércoles, Alí empezaba, luego nosotros y al final cerraba la conversación Carlos Montemayor. Tres veces al año nos compartía de su whisky: una vez al año, Alí invitaba a los becarios a beber a su casa, otra vez al año, los llevaban a los Pollos Mingo, aunque eso a mi generación no le tocó. Marthita era extremadamente implacable: si faltabas a una sesión se te descontaba la parte proporcional de la beca y, la última mensualidad no se te entregaba si los tutores no daban el visto bueno a tu trabajo. Dos años después de que salí se terminó el CME, en una situación por demás injusta para ambas partes: fue sencillo: dos máquinas se tocaron de frente sin querer, una con las solicitudes de los nuevos tiempos, otra, aferrada a las tradiciones y responsabilidades del pasado. Al final donaron todo a la Biblioteca Nacional de la UNAM. Fui a la ceremonia de entrega de los documentos, sillas, fotos, todo. Era una mañana soleada. El discurso de entrega lo hizo Carmen de Ovando, Alí, Carlos. Ahí estaba Marthita, como descansando al fin de entregar esa pesada carga. Yo quise irme a robar la placa, pero creo que alguien se me adelantó, o tal vez descansa ahí, en la UNAM, como tantas cosas muertas hasta que alguien les pone algo de luz, como este texto que hoy intento darle memoria a cosas que ya no son.

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