¿Por qué me resisto a habitar esta casa? El otro día me hicieron esa pregunta y me parece, tiene muchas respuestas. Todas ellas importantes. La primera es que no logro despojarla de su aura de la casa de los abuelos. Ayer, mientras hablaba con alguien por teléfono, le conté que en este lugar velaron al menos a cuatro familiares o tal vez, si es que no he investigado mucho más. También aquí se casaron mis primos mayores y en el patio hubo fiesta y música. En el sitio que tentativamente es mi recámara, se encontraba la cocina donde mis abuelos cenaron, donde se reunió la familia grande, por decirlo de alguna manera. Tenía la estufa en la esquina, la pared renegrida por los años de uso de la llama y el aceite. Una mesa circular, de fórmica de imitación de mármol. La puerta y la pared de madera, que rozaba el suelo al abrirse. En la siguiente habitación, de piso de tierra, con tubos de pvc que la recorrían, se hallaban camas sobre bloques, donde dormían mis primas y en las paredes colgaban serruchos, bolsas de clavos que servían de clósets. Si algo he quitado estos días es justo eso. clavos de las paredes. En donde ahora es el recibidor, mis abuelos tenían la tele, los sillones. Ahí recibían a las visitas, ahí miraban las noticias, las funciones de lucha libre, las películas de los domingos. Tengo un recuerdo de una navidad, helada. Entro a esa habitación con mi regalo, un camioncito a control remoto que no duró ni un día y me encuentro a mis abuelos sentados, con las cobijas en los pies, un calentador de gas, con ladrillos en su interior. En la televisión pasaban El imperio contraataca y yo pasé a la cocina a comer algo, pero no recuerdo si tamales o qué. En esa misma habitación murió mi tía Martha. Luego, en donde ahora tengo la oficina, la televisión, los libreros, era el dormitorio. Aquí, justo en este sitio donde escribo esto, estaba la cama donde mi por última vez vivo a mi abuelo. Llevaba un gorro en la cabeza, una camisa a cuadros café con negro y crema, saludaba a unas sobrinas. Yo me fui a casa de mi otra abuela y cuando volví él ya no estaba. El patio ha tenido tantos cambios, pero ahí se sentaban a beber mis tías, ahí hubo una frutería de un primo político. Mucho tiempo fue estacionamiento de un bellísimo mustang rojo, que era el orgullo de mi abuelo, hasta que lo tuvo que vender. Donde ahora tengo el sanitario, fue el cobertizo de trabajo de mi abuelo. El cuarto del fondo fue corral, porque mi abuela vendía chivos cuando recién llegaron a vivir aquí, luego un cuarto. Yo lo recuerdo como cuarto de mi tío Rubén. Entraba ahí a jugar con sus perfumes y cremas de afeitar, me escondía en los juegos. Luego fue cuarto de mis primos mayores, después la casa donde vivió otra con su esposo y tres hijos. En ese sitio pequeño había cocina, camas, enseres de trabajo. Ahora que lo pinté, apenas este fin de semana, como en el otro espacio de la casa, también quité clavos, maderas, borré los rastros de mis sobrinas en las paredes, sus nombres escritos con letra nerviosa, manchas de aerosol, en fin. Y aunque mi abuela me nombró albacea de esta casa, para cuidarla y protegerla, pero en realidad se la dejó a mi papá, es como demasiada casa, demasiados recuerdos los que me hacen, aunque ya tiene mucho de mi estilo y sentido, no poder estar aquí en las noches, como si la casa me dijera que aun no puedo habitarla. Que tal vez nunca podré, aunque es cierto también que ya viví aquí un par de años. Esa cocina primigena, después fue un cuarto que le renté a mi tía, cansado de vivir hacinado con mis hermanos. De las otras cuestiones, ya habrá tiempo para decir.
Me sobrevivo en vela, mereciendo que al corazón me apunten al matarme. Bonifaz Nuño También escribo para recordar.
lunes, febrero 17, 2025
sábado, febrero 08, 2025
Resulta curioso cómo adoptas autores para tu canon personal. Al principio sólo conoces de él o de ella una obra, una referencia vaga, por lo general, sobre tal o cual obra que anida en tu cerebro de lector y sabes que tendrás un libro suyo. Es casi como una predestinación. Tal poema. Tal historia. Tal libro. Y lo compras. Sabes que hay algo para ti ahí, en ese nombre de autor que resuena. Y luego compruebas que realmente sí te gusta, que al leerlo no desaparece esa curiosidad que se vuelve en interés, en seducción, en complicidad. Eso me ha sucedido desde hace un año o más, con la obra de Vicente Herrasti, un narrador mexicano nacido en los 60 y con una obra breve, más no escueta, en donde su mayor apuesta es olvidarse de la contemporaneidad para construir espacios que lindan en los tiempos pasados con una maestría que es como un abrazo. Tal vez, tal vez, tampoco es un autor para las masas. Hace tiempo me invitaron a presentar a un autor español, de como dicen ellos, de super ventas. Estaba muy preocupado porque debía leer cuatro obras suyas para tener la conversación con él ante un auditorio que imaginaba colmado de seguidores. La carga laboral no me dejó avanzar y faltando un día abrí sus libros, preocupado. Para mi sorpresa me encontré una prosa líquida, párrafos muy breves, diálogos ligeros con poca sustancia, aunque se entreveían los lugares comunes de cierto tipo de literatura ligera, que apuesta más por la repetición de ideas ya aceptadas sobre la muerte, el amor y la tristeza. Suspiré aliviado. En dos o tres horas ya sabía de qué iba aquello y que no necesitaba en realidad preocuparme. No sé si pudiera hacer eso con la obra de Herrasti. En Las muertes de Gengi, por ejemplo, se introduce en la vida de cuatro personas que giran alrededor de este célebre libro japonés. Cada historia se escribe con calma y soltura. El conocimiento de la literatura japonesa y de ese libro en particular es asombrosa. Hay un montón de escenas sobre lo místico, la violencia, la soledad, un desarrollo gradual y profundo de los personajes. De pronto te da la sensación de que Herrasti, como un buen jugador de ajedrez, que no sé si lo sea, prepara una escena a la que quiere llegar con más de 50 páginas de anticipación. Y esa paciencia da buenas recompensas a quien lee. En La muerte del filósofo, nos lleva a la muerte de Gorgias, el sofista de Leontinos y el periplo de Akorna, el esclavo a su servicio. Por aquí o por allá salpica el conocimiento de la cultura griega, de la vida cotidiana de su tiempo, en fin. Una muestra de saber sostener con maestría los tiempos pasados. Ahota leo Fue, que me recuerda el inicio de La muerte de Virgilio y, cómo esa novela, está ubicada en la Roma Imperial. Van apenas 50 páginas y los personajes giran alrededor de la muerte misteriosa de un pasajero ya entrado en años. Me faltan como 450 páginas más de lectura, pero sé que serán dichosas. Luego iré por Diorama, que tengo en una primera edición de Joaquín Mortiz, ese célebre sello literario, me parece, ya desaparecido tras la compra por parte de Planeta. Tenemos qué hablar un día de cómo esos sellos se compran para desaparecer. Seguiré leyendo a Herrasti, luego vuelvo aquí, para mí, con noticias de los dos libros.
jueves, febrero 06, 2025
A veces creo que antes escribía mejor o que tenía mejores motivos para hacerlo. Era muy joven y sólo quería aprender a contar bien una historia. No sabía cómo hacerlo, pero era mi meta. Contar bien una historia: aunque sea una, me decía. Me obsesioné algunos años con escribir un cuento redondo. Uno que realmente valiera la pena. Uno que, al mostrarlo en el taller de P, no me lo regresaran todo tachoneado y con sugerencias para alterar la trama, la profundidad de los personajes, etcétera. Y qué difícil era escribir un buen cuento. ¡Cuántas cosas por ponderar!: la trama, el lenguaje, la ambientación, la atmósfera, los diálogos, el desenvolvimiento de la acción, la sorpresa del final, la magia del inicio, la lógica del pensamiento, en fin: crear vida. Al principio no podía pasar de cuentos de tres páginas. Tres páginas eran mi tope. Tras ellas, me decía, estaba el verdadero talento. No recuerdo ahora mismo mis cuentos de tres páginas, pero sí el primero de cuatro y cinco páginas: uno del que ya he hablado aquí, sobre un amante de la vida en la sabana. Luego escribí otro, que alguna gente me celebró en mi primer libro: Arqueros de Babilonia, que escribí casi como un homenaje a mi infancia. En algún punto logré pasar a las siete páginas y escribí un cuento del que estuve muy orgulloso por mucho tiempo: Ovidio Monterroso, por la estrategia de narrar tres veces el inicio, alterando la temporalidad. Y es que en esos años tenía fija la idea de jugar con las estructuras narrativas: los flash back, las líneas temporales. En mi primer libro hay mucho de ello: en La cuesta de los tirados cuento la historia hacia atrás, en una clara alusión a Viaje a la semilla de Carpentier y puede que de Cortázar. Esos años escribía como poseso. Gané tres veces el premio de Literatura Joven Universitaria: primero un segundo lugar con Ovidio Monterroso, después un tercero con un relato vampiresco ambientado en la segunda guerra mundial, o más bien, canibalesco. Finalmente gané el primer sitio con uno que se llama La trama, me parece, y que ese sí es un homenaje a Cortázar. Copia al principio, dice el refrán. Y el relato va sobre un hombre que mira por el bosque y llega a una casona y luego es un soldado francés en el ejército de Maximiliano. Curiosamente, al hacer mi primer libro, decidí no incluir estos dos. Había uno más, de un inmortal, que había visto el incendio de El Partenón. Es curioso cómo descartas tus primeros cuentos de los que consideras, sí son mucho mejores. A veces por detalles, pura subjetividad. O porque no embonan. Mi primer libro tiene puros cuentos fantásticos: un hombre que ve los billetes premiados de los rascaditos, el de Ovidio Monterroso, tiene un par de cuentos realistas: una mujer que se pone un vestido hermoso para ir a ver a su marido en la cárcel, de oficinistas, un empleado que echa de cabeza a su jefe, el cuento infantil de Arqueros de Babilonia, uno igual, de una pareja que huye a los Estados Unidos en un coche del año, un valiant 64 y de pronto se encuentra con un automóvil futurista y uno que me gustaba mucho, donde un tipo comparaba a su esposa con Ana Guevara: sí, era esa época en la que sí amábamos a Ana Guevara. Cuidé mucho ese puñito de cuentos, los revisaba a detalle, los pulía, los volvía a revisar. Eran mis cuentos y estaba muy orgulloso de ellos, aunque notaba que era poco tonales, de dulce, chile y de manteca. Cada uno tan diferente, como de varias etapas de mi escritura primeriza. Al final los mandé a un premio, que gané. El libro se publicó y, como muchos primeros libros, pasó sin pena ni gloria aunque hice varias presentaciones y grandes fiestas después de esos eventos: la mejor con los chicos de la Fundación. Años después un editor los volvió a publicar en una edición inglés-español. Al libro le fue igual: pasó sin pena ni gloria. De hecho un par de traductoras mexicanas jóvenes que estaban muy en boga en ese tiempo, por experimentales, raras o porque el medio les daba cierta aura de genialidad, no quisieron traducir el libro y yo, la verdad es que lo esperaba. Pero, eran mis primeros cuentos, ni modo de hacerles el feo y con cuánta ansiedad quería que estuvieran bien escritos y cuántas veces los reescribí, los apaleé, revisé, mordí, confeccioné, pulí, desbasté, con la poca capacidad de auto crítica que tenía entonces. Un amigo autor me dijo, al releer uno de ellos. ¿otra vez este cuento? Y yo, pues sí. Pero ya él dijo: está bien, así se hace el oficio. Pues eso, como que extraño los días que quería hacer el oficio. Los primeros cuentos. El primer escritor que intenté ser. Cuando ahora lo veo, me digo, ese tipo sí tenía agallas.
miércoles, febrero 05, 2025
Mientras limpiaba la bodega, en donde tengo cajas y cajas con libros que me han regalado o comprado, aparecieron los tre tomos del Inventario de José Emilio Pacheco. Además, en la pasada FIL Monterrey pude presentar las reediciones que editorial Planeta ha hecho de sus libros emblemáticos, ahora en el sello Tusquets. Qué trabajo. Qué entrega hacia la escritura. Me pregunto si actualmente existe gente que se arroja a la escritura y al arte con esa vehemencia-demencia. Claro, escribidores hay y somos muchos, pero mantener la claridad, la inteligencia, la lectura a ese ritmo y nivel, solo unos pocos. Me gusta mirar en ocasiones esa fotografía de José Emilio Pacheco en una oficina, con libros a su diestra y siniestra. Viste un traje negro, con corbata del mismo color y sus lentes de pasta le dan un aire poco señorial. Un inventario al día. Sí. Y conozco poca gente que lo haya leído todo. Me haré el propósito de leerlo.
martes, febrero 04, 2025
Mi madre me entregó la máquina de escribir eléctrica que me compré con el dinero que me dieron producto del premio de literatura universitaria que me había ganado y que permanecía olvidada desde el 2000. No funciona, como es evidente, pero una sensación de curiosidad me corrió por la espina dorsal al verla. Es una Olivetti ET Personal 510-II. Antes de ella yo escribía a mano. Me sentaba a la mesa de la cocina, pegada a la pared de block sin zarpear y escribía con una letra menuda y desfachatada en mis libretas. Ahí escribí mis primeros cuentos. Uno, en particular, lamento haberlo perdido. En él contaba la historia de un amante del mundo animal, específicamente de la sabana africana, que decide escapar del camión que lo lleva de excursión para entrar en contacto con la sabana real hasta que se lo comen los leones. Era un cuento de unas cuatro páginas, de los primeros que pude escribir de esa extensión. Los escribía a mano y luego los pasaba a letra de molde en esa máquina, que también me sirvió para hacer tareas. Luego, en el 2000 me compré mi primera computadora, pero no tengo un recuerdo de eso. Sólo que la tuve. Le instalé el age of empire y escribí en ella mi primera novela fallida. No volví a escribir a máquina. Me hice un escritor de pantalla con una comodidad que aun hoy me agrada. Sucede que, al escribir, la velocidad de mi pensamiento es mucho más rápida de lo que podía avanzar con la máquina de escribir eléctrica, con el tiempo consabido para detenerte a limpiar el texto de las erratas que hacían su mugrero en mi línea de texto perfecta. No sé si voy a arreglar la máquina, ¿igual y sí? Para tener algo en qué entretenerme más adelante. Podría poner la hoja de papel e intentar escribir algo. Ahora que fui a Nueva York visité el Whitney y tenían una exposición ¿o era el Moma? El caso es que tenían una exposición de los viejos teléfonos de disco. Tomabas el auricular y oías un poema que después podías mecanografiar. ¿No es bonita la palabra mecanografiar? Supongo que en algún momento de la historia, utilizar esa palabra era sinónimo del futuro. Como los teléfonos. Como las máquinas de escribir eléctricas. Como los blogs a los que ya nadie entra. Los viejos vivimos también en nuestras viejas tecnologías que nos asombraron y nos hicieron sentir que éramos parte del futuro. Hoy solo somos la llave para los antiguos misterios de la escritura. Solo una cosa permanece inalterable: quien escribe a mano siempre estará un paso adelante. Quienes dibujan sobre el papel siguen siendo los primeros exploradores de la palabra y los últimos también.
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