A veces creo que antes escribía mejor o que tenía mejores motivos para hacerlo. Era muy joven y sólo quería aprender a contar bien una historia. No sabía cómo hacerlo, pero era mi meta. Contar bien una historia: aunque sea una, me decía. Me obsesioné algunos años con escribir un cuento redondo. Uno que realmente valiera la pena. Uno que, al mostrarlo en el taller de P, no me lo regresaran todo tachoneado y con sugerencias para alterar la trama, la profundidad de los personajes, etcétera. Y qué difícil era escribir un buen cuento. ¡Cuántas cosas por ponderar!: la trama, el lenguaje, la ambientación, la atmósfera, los diálogos, el desenvolvimiento de la acción, la sorpresa del final, la magia del inicio, la lógica del pensamiento, en fin: crear vida. Al principio no podía pasar de cuentos de tres páginas. Tres páginas eran mi tope. Tras ellas, me decía, estaba el verdadero talento. No recuerdo ahora mismo mis cuentos de tres páginas, pero sí el primero de cuatro y cinco páginas: uno del que ya he hablado aquí, sobre un amante de la vida en la sabana. Luego escribí otro, que alguna gente me celebró en mi primer libro: Arqueros de Babilonia, que escribí casi como un homenaje a mi infancia. En algún punto logré pasar a las siete páginas y escribí un cuento del que estuve muy orgulloso por mucho tiempo: Ovidio Monterroso, por la estrategia de narrar tres veces el inicio, alterando la temporalidad. Y es que en esos años tenía fija la idea de jugar con las estructuras narrativas: los flash back, las líneas temporales. En mi primer libro hay mucho de ello: en La cuesta de los tirados cuento la historia hacia atrás, en una clara alusión a Viaje a la semilla de Carpentier y puede que de Cortázar. Esos años escribía como poseso. Gané tres veces el premio de Literatura Joven Universitaria: primero un segundo lugar con Ovidio Monterroso, después un tercero con un relato vampiresco ambientado en la segunda guerra mundial, o más bien, canibalesco. Finalmente gané el primer sitio con uno que se llama La trama, me parece, y que ese sí es un homenaje a Cortázar. Copia al principio, dice el refrán. Y el relato va sobre un hombre que mira por el bosque y llega a una casona y luego es un soldado francés en el ejército de Maximiliano. Curiosamente, al hacer mi primer libro, decidí no incluir estos dos. Había uno más, de un inmortal, que había visto el incendio de El Partenón. Es curioso cómo descartas tus primeros cuentos de los que consideras, sí son mucho mejores. A veces por detalles, pura subjetividad. O porque no embonan. Mi primer libro tiene puros cuentos fantásticos: un hombre que ve los billetes premiados de los rascaditos, el de Ovidio Monterroso, tiene un par de cuentos realistas: una mujer que se pone un vestido hermoso para ir a ver a su marido en la cárcel, de oficinistas, un empleado que echa de cabeza a su jefe, el cuento infantil de Arqueros de Babilonia, uno igual, de una pareja que huye a los Estados Unidos en un coche del año, un valiant 64 y de pronto se encuentra con un automóvil futurista y uno que me gustaba mucho, donde un tipo comparaba a su esposa con Ana Guevara: sí, era esa época en la que sí amábamos a Ana Guevara. Cuidé mucho ese puñito de cuentos, los revisaba a detalle, los pulía, los volvía a revisar. Eran mis cuentos y estaba muy orgulloso de ellos, aunque notaba que era poco tonales, de dulce, chile y de manteca. Cada uno tan diferente, como de varias etapas de mi escritura primeriza. Al final los mandé a un premio, que gané. El libro se publicó y, como muchos primeros libros, pasó sin pena ni gloria aunque hice varias presentaciones y grandes fiestas después de esos eventos: la mejor con los chicos de la Fundación. Años después un editor los volvió a publicar en una edición inglés-español. Al libro le fue igual: pasó sin pena ni gloria. De hecho un par de traductoras mexicanas jóvenes que estaban muy en boga en ese tiempo, por experimentales, raras o porque el medio les daba cierta aura de genialidad, no quisieron traducir el libro y yo, la verdad es que lo esperaba. Pero, eran mis primeros cuentos, ni modo de hacerles el feo y con cuánta ansiedad quería que estuvieran bien escritos y cuántas veces los reescribí, los apaleé, revisé, mordí, confeccioné, pulí, desbasté, con la poca capacidad de auto crítica que tenía entonces. Un amigo autor me dijo, al releer uno de ellos. ¿otra vez este cuento? Y yo, pues sí. Pero ya él dijo: está bien, así se hace el oficio. Pues eso, como que extraño los días que quería hacer el oficio. Los primeros cuentos. El primer escritor que intenté ser. Cuando ahora lo veo, me digo, ese tipo sí tenía agallas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario