viernes, febrero 24, 2006

El Stradivarius del maestro Prieto

Llega. Trae puesto un traje azulado. Los lentes se acomodan con tranquilidad sobre su nariz. El maestro Carlos Prieto tiene un aire de quien ha estado en los aires fríos de Siberia y cierto calor de quien ha tocado en teatros brasileños en el cruce del río Amazonas y el Negro. Viene a hablarnos de su nuevo libro sobre lenguas. Nos cuenta con aire tranquilo la historia de la familia Indoeuropea, los rasgos de las lenguas indígenas y de la forma como el hebrero resurgió en 1948 cuando se creó el estado de Israel. Cuando termina de hablar estamos tranquilos y entonces dice: ahora les voy a tocar una segmento de la quinta sinfonía de Bach.
Nos quedamos en suspenso. Y entonces, el maestro Prieto extrae del cajón su violonchello Stradivarius. Cuando viajo le compro un boleto para Chelo Prieto, en las aerolíneas piensan que es una persona... lo bueno es que el Chelo me da kilometraje. Y vemos el violonchelo del maestro, el Stradivarius que nació en 1720 de las manos del genial constructor de violines. Su color sobrios deslumbra en cuanto lo pone frente a nosotros, vemos el cuello enjuto, las cuerdas firmes, los cortornos redondos del chelo y es como estar frente a un trozo de la historia.
El Chelo del maestro Prieto es conocido como el Piatti. La madera fue extraída de un arce originario de los Balcanes y la cabeza del instrumento fue hecha con la madera de otro arce. El chelo del maestro Prieto se fue a la corte de España en compañía del chelista Carlo Moro. Se embarcaron juntos a Cadiz donde vivieron múltiples aventuras. Cuando Carlo Moro falleció, el violonchelo pasó en 1794 a Sebastína Martínez, amigo de Goya. Hacia 1818 el violonchelo estaba en manos del irlandés Allen Dowell quien lo embarcó a Irlanda con la llegada de Napoleón Bonaparte.
Pero es historia.
El chelo del maestro Carlos Prieto. El Stradivarius del maestro Carlos Prieto apareció frente a nosotros con toda su claridad antiquísima. Casi brillaba frente a nosotros. Y cuando el maestro ejecutó la sinfonía No. 5, su sarabanda y demás movimientos, era como si cierto aire italiano, irlandés y español se apoderara de la sala de la Fundación. El maestro tocó y tocó y la música se apoderaba del salón. Cuando terminó un minuto de aplausos rompieron estruendosamente a la claridad musical. El maestro se puso en pie e inclinó el rostro aunque los aplausos seguían y seguían. El stradivarius mexicano casi se sonroja aunque imagino, ha de estar acostumbrado que en estos casi 300 años cause la misma emoción en la gente.