lunes, julio 23, 2007

Ayer domingo llovía por la tarde. El aire se hallaba frío, en la calle semivacía sólo asomaba un viejo afuera de su edificio. Era una lluvia menuda, delgada, poco insistente y sólo miraba cómo se adhería a los coches y al pavimento, como si de pronto los coches y el pavimento, en realidad, se estuvieran despelando. Y todo eso lo miraba desde la puerta de mi edificio. O trabajaba en casa y le acababa de preparar un té de mango con naranja, uno de esos tes listos para hacer y Mía estaba escondida bajo la cama después de su operación y Nadja intentaba darse calor bajo el sillón. Y entonces pensé que ese momento, era un momento cinematográfico o un momento carveriano, donde el personaje principal descubre, en esa aparente normalidad, cierta belleza que sólo le es digno revelar ante él.
Y miré, miré la calle, la luz difusa, la lluvia, olí el té de mango con naranja, sentí los puntos meltiolatados en el vientre de Mía y me lancé a la lluvia a comprar algo. No supe qué, pero sentí que por un momento, en esa compra, estaba la cereza de ese momento que intuí mío, digno de ser revelado sólo a mí. Y avancé cruzado de brazos a causa del frío y al llegar a la tienda vacilé entre los estantes.
Y lo compré.
Era, definitivamente, la cosa más maravillosa para una tarde como esa.

1 comentario:

Ismael Lares dijo...

la lluvia es un fenómeno increíble, la neta
basta una estampa con lluvia
para refrescar nuestra vista
uhm, huele a tierra mojada este bló