No la he leído, pero alguién me contó, que salió una pésima reseña sobre la última novela (también, es decir, la primera) de mi amigo Gerardo Piña, La última partida. Un fragmento de ella decía que la novela se inscribía en los juguetitos experimentales de que están de moda. Gerardo no necesita mi defensa, para nada, pero de alguna manera lo haré más adelante. Yo sólo recuerdo que viví la creación de esta novela como viví la creación de Partitura para mujer muerta, de Vicente Alfonso o de Traducción a Lengua extraña, de Luis Jorge Boone o Siglo, de Hugo Alfredo Hinojosa.
Ahora, ya ha pasado un año que dejé de la Fundación. Este viernes hubo nuevo cambio generacional, si es que se puede llamar de alguna manera a la entrada y salida de becarios. Vivir en la Fundación es vivir en una burbuja de aire y ego. Ego porque conozco a pocos que al entrar no hayan sentido que quedaron inscritos con letra de oro en la literatura mexicana y de aire, porque conozco a varios para quienes ese año es una bocada de aire en la que salen o pueden salir novelas o libros de cuento.
Ahora que está de moda definir a la generación de los setenta, alegato que pronto perderá su valor, me parece importante para mí (insisto, sólo para mí), expresar que en suma, vivimos en un mundo post-evangélico. Los grandes profetas en la literatura mexicana han muerto, me refiero a Rulfo, a Paz, a Villaurrutia, a Fuentes que aún no muere y sólo nos han quedado los falsos profetas, los que quieren conducir a la grey a sus dominios, los que escandalizan con "verdad" el mundo.
Más que en religiones literarias y sus profetas afincados en las revistas y periódicos de mayor circulación nacional, uno debería de creer en los apóstatas, en los "desluminados", los que no creen, los que se guían en la oscuridad de su pensamiento, a tientas, con lo que ellos creen debe de ser la novela o su escritura.
Si bien, existe en la escritura puentes, puentes que se tienden inconscientemente de lectura en lectura, creo que cuando una novela se parece a otra por influencia ya se ha perdido algo. Y aquí viene la pequeña defensa a la novela de Gerardo. No creo que su novela sea una influencia de los juguetitos experimentales. Y si bien, en esa batalla de la crítica literaria, yo estoy en el bando al que le ha ido tocando perder, es decir, a los simples narradores que piensan que escribir es sólo contar bien una historia, creo que lo mismo pudo haber pasado con La última partida, que haya caído en manos de un reseñista del otro bando.
Así nos vamos construyento la historia de la literatura mexicana en estos tiempos: a modo de bandazos, gritos, euforia y repleigues simiescos porque nos sigue faltando lo que en el fondo todos buscamos: los grandes libros, los grandes autores, pero, ¿es necesario al pensar en esa ausencia, vociferar que todo está acabado y que nada va a remediar la pobreza de nuestra literatura? Tal vez ya los tenemos y sólo nos hace falta la perspectiva del tiempo, tal vez.
En adición, es difícil construirse el mundo. Al menos, durante un año, viví cómo nacía Juan José Blackaller, Banner, los viejos en la joven obra de Hinojosa, el Emarvi furioso del Geney, la frontera sureña y salada en los textos de Nadia Villafuerte, así como el diablo en La Noche caníbal. Todos ellos, por hablar de los que conozco y me son cercanos, no dudo que haya muchos más o mejores allá afuera, son autores que no se parecen para nada entre sí, pero que de alguna en su particular manera se tienen fe en lo que hacen, aunque a veces la moda de la cultura dicte que no están en el buen camino.