La pornografía nos encuentra en todas partes. Basta mirar de reojo en los puestos de periódicos para encontrarnos con toda una oferta de fancines, revistas y literatura barata sobre mujeres que muestran los senos impúdicamente y sexos apenas cubiertos con estrellitas doradas. La pornografía es también un ejercicio de todos los días. Su ejercicio es apenas imperceptible o evidente pero no hay día en el cual no giremos al menos la cabeza por motivo del sexo. Basta ir en la calle y que pase una mujer: pantalón entallado, blusa corta, melena que cautivaría a un estilista, para que volvamos la mirada y repasemos con morosidad o rapidez ese cuerpo que se aleja entre la gente.
Sin embargo, aunque la pornografía es una industria millonaria y demandante, con muchos canales de salidas en televisión, cine, periodismo y literatura, es también un ejercicio encubierto, acaso porque el sexo es un tabú, acaso porque el sexo es también un pudor. Esto tiene mucho tal vez con que aunque la esfera social, más allá de la cualidad moral o no de la pornografía como institución, la pornografía es un acto que se realiza en lo íntimo.
Puedes comprar la revista, hojearla en el puesto de periódicos donde se asolea mortalmente o detenerte a mirar por un momento frente a al pasarela del table dance pero incluso ahí no deja de ser un deseo social. Hay ahí cierto cobijo de igualdad entre el sujeto (revista, mujer con chichis al aire o dildo en una vitrina) en su ser social y el sujeto como parte de una comunidad (paseante, mirón o posible comprador).
Me sorprende entonces cómo, al momento de comprar pornografía la ocultas. Cuando se establece tu vínculo con ella la oscureces, la manchas (no literalmente) o te manchas con ella. Vayan a las casas y verán que las películas, calendarios, dildos, vaginas electrónicas y revistas ocupan las partes más bajas de roperos, cajas o alacenas (un amigo guardaba su colección de Penthause bajo los tarros de harina).
Cosa diferente ocurre con el amor aunque tenga como finalidad lo mismo que la pornografía aunque claro, con matices muy diferentes. Cuando amas y amas un cuerpo te entregas a él sin egoísmo. Cuando ejercitas tu pornografía vas al cuerpo por necesidad y prisa. No hay retroalimentación. Cuando amas lo primero que haces es contarlo al mundo, que se te vea la sonrisa, que te cuente el brillo de los ojos. El amor es chismoso. La pornografía es de susurros de conventos.
Cuenten cuántas veces han platicado con amigos o amigas sobre la última revista de Playboy donde sale Isabel Madow. Hagan cuentas de las veces que le han dicho a amigos y amigas que aman a sutana o mengana, que ya no aguantan por verla o verlo regresar. Sin embargo. Incluso el amor puede incomodar cuando se rompen los espacios de las personas. Tal vez por ello la pornografía tiene su éxito, porque no incumbe más que a la persona. Pero cuando ejerces el amor en público (no me refiero al sexo en público) se crea una condena similar al que nace de la pornografía.
Ayer abordé el metro en la estación Eugenia. Me iba a bajar en Coyoácán. El metro el domingo resulta un placer. Poca gente, aire limpio. Este vagón iba algo lleno. Lancé una mirada rápida a la gente y entonces los vi. Recargados en una puerta una pareja se besaba. Los besos eran de esos que se antojan dar. Me quedé mirándolos y luego vi a su alrededor la molestia en el resto de los pasajeros. Los más cercanos los miraban de reojo y luego inclinaban la cabeza, la mirada dura en las cintas de sus zapatos. Salimos de la estación y el metro se adentró a las oscuridades mientras ellos seguían en el beso y beso. Poco a poco se comenzó a crear una masa de indiferencia frente a los besadores que nada más se acomodan y cambiaban de técnica del beso. Algunos pasajeros los miraban de reojo, sonreían nerviosamente y luego guardaban silencio. Cuando llegamos a la estación División del Norte los pasajeros que subieron los veían y les sacaban la vuelta como si fueran un hombre con un dildo en la mano viendo las instrucciones.
El beso se prolongó dos minutos después hasta la estación Zapata y ellos nada más se repegaban a la puerta del metro, se quitaban los cabellos de la frente. Ya era aquello un silencio incómodo en el vagón. Incluso los que habían mirado con sonrisitas al principio miraban a los besadores con cierta repugnancia. Yo no dejé de mirarlos atentamente sin perder detalle porque en ese momento ese amor de donde nació el beso, (el deseo) había alcanzado para mi tintes pornográficos. Incluso me sorprendí pensando que deseaba que terminara ya el beso. Aquello había perdido ya todo tinte romántico y se había lanzado más hacia otro lado porque incluso la gente, algunas señoras, miraban a la pareja y su molestía era evidente. Fue entonces cuando del fondo del vagón se escuchó un grito: ¡Váyanse al hotel! Pero la pareja acaso abrió los ojos y luego siguieron con ese beso ininterrumpido.
La pornografía nos rodea en todas partes. Su límite es tan borroso que incluso un beso bien dado en público puede caer en ella. La pornografía como vicio es fatal, sin embargo, como estimulante con tu pareja puede resultar nada despreciable. Es cuestión de enfoques y de gustos. La única responsabilidad es contigo como persona aunque a nivel social, creo, la pornografía no tiene ninguna responsabilidad y eso es, creo, el mayor de sus peligros.