Ocurre con la palabra lo mismo que con un cintarazo: te ordena. Por eso, a veces, leer se vuelve un acto de masoquismo. Es necesario querer reordenar tus patrones de pensamiento para adecuarlo a la cárcel del párrafo con sus celadores de ideas o metáforas. No leer presupone también un estado salvaje del pensamiento sólo articulado por las sensaciones. No leer es también, una forma de llevar un desordenamiento en la cabeza, una lluvia de ideas inconexas. Cuando se lee, entonces, se ejerce una subordinación al libro y al autor. Las ideas se encuentran ahí con toda su capacidad de control como si fuéramos un coche que va en una carretera aunque hay autores que, en su prosa, semejan más un camino de cabras que las comodidades de una autopista.
La gente no lee, siempre se dice. Creo, más bien, que la gente, en ese sentido tan amplio e incategórico, lee pobremente. Las revistas de moda, los folletines de mala muerte, los anuncios de chicas XXX en los periódicos, los encabezados de asesinatos y accidentes viales no cumplen una función estética pero si cuantitativa. Hay que ver cuántas veces se lee la palabra: "Degollado por su padre" en un día a la calidez de Julio Jaramillo en:
"Sin pie mi cuerpo sigue amando lo mismo
y mi alma se sale al lugar que no ocupo,
fuera de mi: no, no hay aquí símbolos,
el cuerpo se acomoda a la pasión y la pasión
al cuerpo que pierde sus fragmentos..."
Leer es poner un freno al desorden y sabemos todos que nos gusta, a veces, andar a la interperie de nuestros pensamientos. Más que un hábito del placer, leer también supone un ejercicio de obediencia hacia el libro, hacia el autor que nos cuenta memoriosa o lúdicamente su historia. Necesitamos ser encantados por las palabras, llevarnos al ritmo de los versos, mecernos en la contundencia de la prosa. Si no es así, nos volvemos aptos a la violencia y dejamos el libro en un franco motín. Botamos al autor a la mitad de su texto, salimos de nuestra confortable cárcel al patio de la prisión a quemar libros y decir cosas como: "ah... es un mal libro...". "no supo concluirlo...", "su prosa es muy falsa..." o un elemental y directo: "pues no me gustó". Así un libro más que no será leído. Un libro más al que no le juraremos obediencia en sus cuarenta o doscientas cuartillas.
El libro es la extensión de la imaginación. Nos confina, nos subordina gozosamente a las ideas de otros, al cauce feliz o infeliz de alguna metáfora bien construida, a un eureka en las palabras, a un asentimiento casi religioso: la empatía entre autor y lector. Así, cuando terminas de leer se ha producido un cambio; te has "readaptado", algunas de tus ideas han aprendido la lección. Así el lector se embriaga en esa cárcel, seguro, feliz, de que los demonios del desorden se encuentran lejos de esas páginas y de que hay otras cárceles por visitar: prisiones que llevan por nombre La presa, el Mago de Viena, Si te dicen que caí, Las cartas de Aspern, El corazón de las tinieblas. Y esas prisiones tienen en sus celadores, en las palabras de ellos, el germen de lo inaudito. Oe, Pitol, Marsé, James y Conrad poseen las llaves del reino.