jueves, mayo 18, 2006

Los poetas salen a comer juntos/Entrevista con Eduardo Saravia

Usa chamarras de cuero que engruesan su figura por naturaleza delgada. El pelo siempre bien peinado y hacia atrás, la mirada templada y un tono de voz sin altibajos junto con cierto andar pausado, le proporcionan al poeta Eduardo Saravia una tranquilidad que invade todo a su alrededor. No hay en él las grandes explosiones de risa ni los arranques de retórica pero sí una ecuanimidad que sosiega al más desesperado. Y sin embargo, él mismo se considera un hombre no relajado, nervioso, alterado, volcánico aunque nadie le cree por la forma como se desenvuelve en los cubículos, pasillos y salas comunes de la Fundación.
Oriundo del Distrito Federal, nacido en 1977 la poesía llegó a Saravia como una necesidad de decir algo, como responde ante mi pregunta del origen de su poesía.
Hay mucha gente que escribe en este país, le digo. Muchos. Y muchos quienes les dicen que no escriban, que no pierdan el tiempo. ¿Cómo aceptas tú esta, por llamarlo de alguna forma, vocación literaria?
Empecé a los 19 años escribiendo cuento. A pesar de que en mi casa nadie leía yo empecé a leer a los griegos: Sófocles, Homero, Platón. En ese sentido me siento muy próximo a Francisco Hernández, a quien su padre le decía que no escribiera. A mí me sucedió algo semejante. Empecé a escribir a escondidas. Yo tenía ganas de decir algo, pero no sabía como. Es ahí en donde entra la lectura, la lectura te despierta. Y luego, conforme escribía, cada vez iba compactando más y más mis textos. Escribía en verso aunque no sabía de la poesía.
¿Y ahora, ya te aceptas como escritor? Porque de pronto se encuentra gente que se acepta demasiado como escritor o muchos que no lo hacen. ¿Tú eres escritor, poeta?
Eso es algo que tal vez nunca haga. Siempre he pensando que no soy escritor y en lo más íntimo siempre lo he sabido. Luego, hace días, leí a Gelman. Él lo dice de mejor manera.
¿Y qué dice Gelman?
Dice "el poeta no es escritor, si lo fuera no escribiría". El poeta no se somete a la disciplina de un narrador; espera ese momento de sensibilidad que hacer emanar el aliento poético. El hecho de llamarse poeta es un peso más grave porque lleva una gran responsabilidad. Yo aposté para escribir a través mi experiencia. Aún no me siento poeta. Cuando vea publicado un libro mío entonces ya será un hecho irreversible. No soy poeta y si lo fuera tampoco lo puedo gritar a los cuatro vientos, eso también es una cuestión de soberbia. Yo mejor dejo que juzguen los demás. Yo respondo con mi obra, como diría Neruda.
Eduardo Saravia le da un trago a su bebida. Pierde por un instante la mirada en la barra donde un hombre prepara un café y el olor de los granos llega caliente hasta nosotros. Desde afuera una luz clara entra al local junto con el frío. Saravia enciende un cigarro y ante mi pregunta de qué pensó cuando vio por primera vez la convocatoria de la Fundación para las Letras Mexicanas, me dice:
Cuando la vi pensé que no era para mí. Nunca pensé que me la fueran a dar. Yo era sólo alguien a quien se le ocurrían cosas. Entré con mucho escepticismo… para mí era algo increíble, sabía que se me estaba abriendo una oportunidad muy grande. Significa para mí mucho. Porque además he crecido como persona. Yo no tenía idea del medio literario. Me topé con muchas paredes.
¿Y cuáles fueron estas paredes?
Pensaba que el poeta es una persona que se encerraba y no convivía con nadie y cuando llego aquí veo que no, que los poetas salen a comer en grupo. Aprendí a relajarme, yo me estresaba mucho. Para mí fue una sorpresa que alguien dentro del medio dijera que mis textos le gustaban. Tuve que aceptar que mis textos en algún momento pueden alcanzar el grado de poemas.
¿La Fundación para las Letras Mexicanas qué significa para ti? ¿Qué significa ser becario de esta institución?
Para mí fue un problema terrible. Cuando me dijeron que tenía la beca en poesía, era como si me abrieran una puerta que yo no esperaba. Yo tenía 27 años y pensaba que mi vida había acabado. Además, me acababa de separar de mi esposa. Fue como cerrar un zaguán y tener enfrente mil puertas.

El poeta a su amada

Mañana
Cuando de nuevo encuentres el amor
Yo estaré muerto

Hoy es mañana.

Hay en tu poesía una gran desesperanza. ¿De donde parte?
Está basada en la experiencia. Creo firmemente en que lo que se escriba debe de partir del sentimiento, algo honesto, legítimo. Para mí la desesperanza es como una marca, un sello y viene de mucho tiempo atrás.
¿Y está desesperanza es cíclica, es arraigada en tu obra?
Es como una nostalgia del presente. En ese poema de El poeta a su amada, lo que muere es el amor del poeta. Y cuando algo muere, siempre renace. Pienso ahorita en estos versos de Amado Nervo: “Dices que tu alma está marchita/ que ya no puedes amar oh frágil margarita/ el amor es un Lázaro perenne/ cuando apenas muerto renace”. Para mí la desesperanza es incluso una educación. Fui educado a partir de ella.
En tus poemas hablas mucho de tu padre. Tu padre, el amor perdido, la desesperanza se filtran en tus letras.
Son temas que nunca voy a dejar. Mis vivencias han abierto un campo porque me han dado palabras, un decir que yo ignoraba. No soy poeta precoz. Sí escribía pero no con la forma ni las pretensiones literarias.
¿Tiene algo que ve este padre simbólico de tu poesía, en algo con este padre simbólico al que le escribe Kafka en su Carta al padre?
Sí, definitivamente. Hace poco el maestro Hugo Hiriart nos pidió un texto sobre un conflicto entre padre e hijo. Y basé este texto, como siempre lo hago en mis textos, desde dos puntos: una forma, como Carta al padre, y una legitimidad, la del sentimiento. El personaje habla y habla y su padre nunca le contesta. Al final sabemos que el padre está muerto y ya van por él los de la funeraria.
Hay, para terminar, otro poema donde dices: “Amanecemos locos/ con la mirada dolorosa/ de quien es arrancado de los sueños/ amanecemos locos, /amanecemos ciegos/”. Este pequeño fragmento dice muchas cosas pero la podemos resumir, de nuevo, en la desesperanza.
Es un poema con cierto estilo de Borges. Amanecemos locos, amanecemos muertos: despertar a la realidad es impactante: sobre todo al abrir los ojos: un grito de desesperación.

Eduardo Saravia lo dice con toda la tranquilidad del mundo. Vemos la hora. Ya me tengo que ir a tutoría, dice, la vez pasada no llegué. Paga el café. Salimos de nuevo a la mañana soleada aunque un tanto brumosa y fría. ¿Es Eduardo Saravia un poeta desesperado, un hombre desesperado?, me pregunto cuando enfilamos hacia las paredes beige de la fundación; mientras su chamarra de cuero se infla un poco cuando damos la vuelta y una racha de aire nos pega de frente. Es imposible saberlo, pienso, aunque siempre es bueno dejar muchas preguntas en el aire. Dan ya las once de la mañana y creo que esperaré a preguntarle a la hora de la comida, cuando los poetas se junten a comer. Y tal vez entre las peticiones de órdenes y refrescos, amanezca ante la realidad un Eduardo Saravia desesperado, loco tal vez, un Eduardo Saravia que no le hable al vestido triste en el armario ni ve el fantasma de su padre deambular en la noche, entre los muebles de su casa. Pero sólo son ideas, vagas en general y cuando llegamos a la Fundación Eduardo simplemente sube las escaleras rumbo a su tutoría y, lo mismo que un fantasma, se pierde.


El vestido

Un vestido triste
yace azul en el armario.
Lo encontré en un cajón,
entre varias prendas viejas.
Ahora está colgado con mi ropa.

A veces, cuando llega la noche,
me parece que su interior
es ocupado por un cuerpo,
sin embargo está vacío, desnudo,
sin mujer para abrigarlo.

No puedo imaginarme sin su compañía.
Cuando la fiebre del pasado acecha,
cuando me da por arrancarme el rostro,
le hablo como al mejor de mis amigos:
le platico mis fracasos,
le confieso mis errores,
le agradezco su silencio.

Mi padre

Como de costumbre
se levanta
alrededor de las doce.

Pesadamente camina
hasta el comedor
y se escucha
el correr de la silla,
el golpe en la mesa.

Recorre la casa silencioso
para asegurarse de que todo está bien,
de que la noche es perfecta.

A veces me pregunto:
¿no seré yo quien se levanta
en la penumbra?,
¿no será mi hermano
que inconscientemente
imita sus mañas y gestos y palabras?,
¿no será la fiebre,
o la nostalgia?

Nada nunca evitará
los lentos recorridos
de mi padre.

El no sabe que nosotros
ya no podemos verlo.
El ignora que su trabajo
es el de estar muerto.