jueves, junio 01, 2006

Lengua

Cuando leo en silencio mi lengua se alborota. Es como si tuviera la imperiosa necedad de moverse al ritmo de las palabras. Es sólo al principio cuando permanece inmóvil, como si estuviera bajo el ritmo e hipnósis de las palabras, ya sean: "Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!" o: "El amor, hoy como ayer, puso la mesa. Toma pues con amor lo que hay en la fuente:", o "En los harapos del cielo hollado por los rayos cosidos a toda prisa cualquier neblina se ha deshecho hace tiempo ya en cientos de estrellas".
Y mientras los leo, mientras mi vista se posa y las vuelve sonido dentro de mi mente, mi lengua comienza a mostrarse ávida, laboriosa por decir las palabras. Intenta imitar el movimiento de la O, o de la E, o de la J. Pero no la dejo. La mantengo aplacada en el paladar, sujeta con no sé qué fuerza. Luego, a mitad de la lectura me acuerdo de ella, tomo conciencia de ella y la encuentro dormida, recostada la punta de ella en la parte media, como si quisiera sumirse en un sueño de esófago.
Apenas la recuerdo se contrae y aguarda a que caigan en mi voz esos salados dulces que son la poesía, la prosa. Ya después, yo le doy de comer todo lo que quiera: poemas que Jaroslav Seifert o de Gertrude Kolmar o ese picor en la lengua que son las narraciones de Élmer Mendoza. Y mi lengua se pone entonces contenta, brinca entre los dientes, los acaricia, sube al paladar, se esconde al decir nombre, jubilosa por tanta energia. Es mi lengua y no puedo hacer más por ella. A veces, feliz, hurga también la piel de la mujer que amo. Es tan feliz entonces, igual que si leyera el mejor verso del mundo