Ayer vi nuevamente a Alí Chumacero. Lo encontré con ese aire jovial que tiene a pesar de los años, las canas aplacadas, la mirada aburrida y el vaso con vino al lado. Alí estaba en una mesa rodeado por jóvenes poetas y miraba distraído hacia un estrado donde se presentaba un libro. Vestía su típico traje azul oscuro y bajo él, un sueter también azul. Vi su uña larga como espolón y después de que un orador terminó su discurso todos en la mesa alzaron la copa y dijeron salud.
Una de las poetas en la mesa miraba al maestro, como le decía, y luego volvía el rostro hacia el estrado. Se le veía extasiada por la presencia del maestro en su mesa. Y entonces vi bien y todas las miradas cercanas se dirigían al autor de Páramo de Sueños, a quien ha enterrado a Monterroso, Pita Amor, Lizt Arzubide, José Carlos Becerra y en un peligro, incluso, a alguno de nosotros. La presencia de Alí era demoledora. En su pasividad ejercía una dinámica poderosa. El sitio estaba atiborrado por jovenes poetas, personas que iban a la presentación del libro porque ahí estaban sus primeros trabajos. Se les veía en los ojos en natural nervio y pienso que, al ver la figura paternal y mítica de Chumacero, sentían que ese cobijo, la presencia de tan importante figura, era un buen hado para el futuro.
Y hacia Alí se dirigían las palabras, los susurros. Cuando se terminó el evento, uno a uno, empezaron a pasar al frente a leer fragmentos de poemas los antologados. Leyeron con la boca henchida de nerviosismo y agradecimiento. Uno declamó su fragmento. Otro dudaba qué decir. Leyó incluso un niño, como de doce años, sus poemas. En suma era gente buena que empezaba, que expresaba con su nerviosismo lo importante que era para ellos la noche. Y ahí el poeta, la última gloria viviente.
Y entonces pasó una chica a leer. Dijo que se encontraba ebria pero feliz. Y dijo: he pasado una tarde excelente con unos amigos mexiquenses y con el maestro Alí Chumacero. Y las miradas buscaron la cabeza blanca del poeta, las miradas se inclinaron frente al hombre que estaba ahí con el vaso en mano y agradecía guiñando los ojos, uno de los tics de Chumacero. Para usted, maestro. Y había en el "para usted, maestro", toda una reverencia cargada de viejos ritos, una pompa de imperios perdidos que hablaba de craneos llenos de palabras y un concierto de despedidas en las venas.
Y Alí reía.
Después, cuando la poeta regresó a su mesa besó al maestro, se inclinó hacia él y le dijo: ¿le gustó, maestro? Y el maestro asintió. Sí, sí, dijo. Apenas terminó el evento, de nuevo la poeta levantó a Alí y lo llevó a donde deparaba la líder del grupo. Este es el maestro Alí Chumacero, dijo en voz tan alta que muchos pudimos escucharla. Y todos se levantaron a la reverencia. Alí se fue pero la fiesta siguió. Las botellas iban y venían y yo seguía pensando en ese Alí Chumacero que nos invitó una vez a su casa y dijo que todas esas cosas le molestaban pero que ya no tenía de otra. Nos lo dijo ahí, sentado en su poltrona, con su inmensa biblioteca a sus espaldas. Ya no me queda de otra, dijo, y había en su mirada como los rescoldos de tantas reverencias, en sus oídos el cerumen de tantos: " para usted, maestro".
Ya a la salida, me topé con el niño de 12 años que había leído sus poemas. Estuvieron padres, le dije. El niño hizo un gesto de enfado, se me quedó mirando, de miró de arriba a abajo e hizo un gesto de que a él no le importaba mi opinión. Lo vi ya contagiado por la soberbia que también, a veces, hay en la gente más sencilla. Al instante comprendí que estaba ya instruyendolo en el culto al poeta y me sentí por un momento mal. El niño huyó por una puerta y no volví a verlo. Alí ya no estaba, pero escuché aún, por ahi, un "qué bueno que vino el maestro". Y la noche sabía a estatuas y fanfarrias, a una fila de lacayos que inclinaban la mirada y veían solo los pies del maestro, el arqueológico pie brillante, de charol, del poeta.