martes, enero 30, 2007

Visitar a la casa

Cada que vuelvo a mi colonia y camino por sus calles me es imposible no llegar a casa de Kenia. Estuvimos juntos el tercero de secundaria. La recuerdo con una sonrisa franca, la recuerdo porque ya no tenía padres y vivía con su tía. Y su tía me daba la impresión de ser la mejor tía del mundo. Después, con los años, dejé poco a poco mi casa, mi colonia, más tarde mi ciudad y no supe nunca más de Kenia. No supe si se casó. Si vive aún en esa casa a la que siempre dirijo mis pasos. No sé si su tía aún es soltera, si juntas comparten la calidez de esa casa a la que siempre me asomo con la timidez de un puberto, para ver si encuentro tras las rejas, algo de vida en alguna bicicleta solitaria, en la pesada sombra de un boiler. Tal vez me pregunto esas cosa sobre Kenia con la esperanza de que alguien, más allá de mis fronteras, de mis silencios y embagues burdos de hombre, recuerde a ese Antonio que fui hace mucho tiempo cuando las palabras tenían sólo la importancia que daba a las piedras, al camión urbano, a una bandera rasgada. Tal vez, con la esperanza de que alguien, también, pase frente a la casa de mis padres y se pregunte qué fue de ese muchacho que era asmático, que jugaba muy mal al futbol y al que no le gustaban las bromas ni los bromistas. Y al no saberlo, simplemente diga: espero que esté bien. Y se aleje por la calle con su simiente de nostalgia echando raíces en su cuerpo.

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