jueves, agosto 25, 2005

Al cajón

A veces cuando se decide ser escritor se pierde algo que anda ahi gozosamente en tantos blogs, mails y cartas que parten de un lado al otro del atlántico. Se pierde cierto grado de libertad, de ludismo. Más bien, la libertad y el ludismo se cambian por otros elementos como orientación y estructura narrativa. Y esto, a veces, casi siempre, le da al acto de escribir (y a cualquier otro tipo de arte) una dosis de dificultad que no es mala, pero que suele confinar tardes enteras a revisar una cuartilla o a reescribir todo un cuento.
Por eso, a veces extraño esos espacios donde la literatura no importa y cierta farsa con las palabras, darle a las palabras sólo su ámbito más primario de juego, burla y camaradería se vuelven naturales. La literatura es el corsé de las palabras, la barra de plomo que sujeta una columna destrozada. He visto y estado en feroces sesiones de taller donde la saña es la capacidad más celebrada y al mismo tiempo la mejor manera de aprender. Y he estado en fiestas y reuniones donde esos mismos feroces talleristas cometen toda clase de barbaridades sintácticas, metafóricas y tartamudas que resulta sorprendente encontrar una similitud entre el que horas antes ejercía la rigurosidad de la palabra con este que ahora cuenta un chiste donde repite hasta el cansancio la palabra K (apócope final de ca: ca, apócope inicial de cabrón).
A veces cuando se escribe se entra en una paranoía de la corrección. Es que incluso en un blog se deben de cuidar las comas, me decían noches atrás en una cena. Hay que eliminar comas, colocar bien puntos y seguidos, ver si el personaje es creíble, romper con rimas internas, omitir frases comunes como andaba la noche como boca de lobo. El cuento, se dice, debe de ser corto, con pocos personajes, la historia debe de ser sólo una. El cuento debe de tener atmósfera, psicología, una bien definida línea temporal, etc.
Y uno escribe ufanamente, imagino, encuentra una historia, se sienta, la pule, la escribe, se imagina a los personajes, describe la mirada, el dolor en los entresijos, la carne ardiente después de recibir un golpe. Y uno escribe contento, insipirado, sin pensar en los queísmo, deísmos, iísmo y cualquier repetición vana de palabras. Se amontonan las palabras (todo cuento es inicialmente sólo un montón de ideas sueltas) y finalmente se le da el punto final. Listo. La primer versión del cuento está hecha.
Escribir no es sencillo. No. No lo es para nada. Imaginen después la terquedad del autor por volver a leerlo para eliminar rimas internas, cortar oraciones, meter comas, verificar que si el personaje dice: Adió, ¿te cae? sea por que exactamente sea eso lo que tiene que decir. Imaginen ahora esa gran maraña de decir: Ya tengo el final del cuento, sólo me falta saber cómo llegar a él.
Conozco muchos autores. Autores jóvenes, maduros, autores cuya vida ha sido un desfile de correciónes, libros y academias. Y encuentro en todos ellos una dualidad de placer y cansancio frente a cada texto. Cada correción es avizorar el nuevo cuento, el que yace ahí en esas palabras.
Miles de historias vienen todos los días avanzando en la oscuridad del eureka o en la imagen que se queda latiendo en una calle pero son pocas las historias que lograran esa inmortalidad tan anhelada. Pocos Quijotes y Dantes nos quedan, pocos Macondos y Cuévanos hay en realidad.
Y sí... es un ejercicio apasionante pero lleno de espinas porque el corsé siempre quiere romperse y porque la barra a veces se oxida. Porque no es sólo contar una historia, sino "decir algo" lo que obliga a tanto escritor a hacerlo.
Y a veces, de tanto querer decir algo se cae en la pretensión. A veces, se cae en la necesidad de salir en todas las mesas, de publicar en todas partes y es válido. Se crean élites, se asumen posturas y personajes literarios. Los escritores se rehacen ante el público, gesticulan, se ponen lentes llamativos porque como siempre se ha sabido, muchos son seducidos por los fuegos pirotécnicos. pero en el fondo siempre está la palabra que significa tanto y nada para muchas personas.
Y una vez que se termina la obra, que se logra dar orden a ese pandemonium de ideas, personajes, diálogos y sensaciones sólo quedan dos opciones válidas: ir corriendo a publicarlo o que se vaya al cajón. Yo digo salud ahorita por todos lo que van corriendo a publicarlo y le doy un gran abrazo a todos los que dicen: va al cajón.