Ayer, mientras comía, miré por la ventana hacia el paseo peatonal donde iban y venían oficinitas, mujeres en traje sastre, estudiantes con mochilas al hombro y turistas. Enfrente, casi al lado de una jardinera apareció un hombre grande, canoso, pelo escaso por una calvicie que ya había segado su cabeza. Una panza grande sobresalía entre las fronteras de su camisa abierta. Llevaba una mochila al hombro. Se detuvo junto a un bote de basura, de esos verdes, aéreos. Luego comenzó a hurgar y vi cómo encontró una charola de comida abierta. El viejo miró a todos lados, caminó alrededor del bote de basura limpíandose las manos en el pantalón. Su camisa abierta dejaba ver el vientre gordo, pesado. Luego el viejo metió las manos y sacó la charola, la abrió, sonrió y después, como esperando que nadie se diera cuenta tomó un tenedor del suelo. Lo limpió varias veces con su camisa, lo pasó por la pernera y luego comenzó a comer de la charola. Metía el tenedor, mordía, volvía a meter el tenedor, volvía a morder con la boca llena de aquello. Luego soltó la charola y volvió a buscar en el bote pero no encontró nada.
Cuando yo terminé de comer, emparedado de subway italiano con coca-light y galleta de macadamia, me acerqué al bote y vi la charola. Restos de frijoles y papas había ahí. Y entonces vi bien el tenedor. Le faltaban tres dientes y uno, cíclopeo, afilado, aún tenía rastros de frijoles. Después vi al señor que volvía. Pasó frente a mi pronunciando palabras inteligibles, el vuelo de su camisa azul, la mochila pesada al hombro. Y yo aún tenía el sabor de la galleta de macadamia pero ahí estaba el tenedor de un solo diente, adherido, silencioso, en el suelo. Era sólo un tenedor de plástico de un diente.