No conocí nunca a la princesa Diana ni vi su boda del siglo con el Príncipe Carlos; pero sí recuerdo cuando conoció a la Madre Teresa de Calcuta y cuando aparecía con traje de Armani a una recepción y aquello era un avispero de flashes. Luego, cuando murió en aquel accidente automovilístico (accidente que más del 80% de los británicos considera que fue un asesinato bien planeado) sentí un poco de tristeza al ver el coche destrozado, las llantas dobladas sin fuerza, ese rumor de cristales y al fondo los latigazos rojos de las ambulancias y la policia francesa.
Hoy, leo en el periódico que un allegado a la Casa Real ha dicho que se ordenó el embalsamamiento de la princesa (técnicamenta ya no lo era) para ocultar los rastros del embarazo de Lady Di producto de su relación con su pareja en turno Dodi Al Fayed.
Hasta aquí la nota de espectáculos.
Lo que me parece aterrador es el hecho que ahora, buscando más pesquisas de una historia muerta, los renombrados Jerry Conlongue y Ron Beckett, especialistas en momias pongan sus sus servicios con el fin de investigar el cadáver de la princesa y encontrar en los restos momificados, en las mejillas no primaverales, en los ojos no existentes, en ese cabello rubio ahora desaliñado, muerto, los rastros de un embarazo no publicitado pero siempre presentido. Es terrible entonces hurgar en la muerte cuando aún la muerte tiene los rastros de una persona que anduvo en pasarelas y los grandes castillos. Y es también, la mejor manera de decir que ni la muerte tiene permiso para estar en paz.