Me encanta toda esa gente que va a Coyoacán. Gente con aire cool, que sienten cool y llevan las manos con pulseras, dijes de demonios o santos, gente que anda vestidas de verdes y dice palabras como Nueva York, Londres, Berlín; gente que tiene ese aire superior de quien sabe quién es Raskolnikov, Hullembeq o Cheever; gente de mochilitas descoloridas en la espalda y que toman churros calientes o cervezas y tienen una mirada separatista de lo bueno, lo malo, lo inn, lo out. Gente, gente, que viaja y sabe de comodidad en aviones y hablan de sus amigos que son creadores y de la última exposición en la Casa de Francia y gente, gente de Coyoacán que habla de films de autores de arte y se besan después en las esquinas y se besan secretamente en los resquicios de los baños oscurecidos por la nada. Esa gente de Coyoacán que anda feliz por el mundo con sus labios perforados con aretes y hablan de chicas y chicos que son chidos como ellos, de primera línea, gente gente de Coyoacán que dice que otros son fresas, vacíos y luego se vuelven a besar deliciosamente con esa sensación de que la juventud, ellos, son los inn del mundo mientras lanzan risas sin ámpula donde se ven sus huaraches de moda, las rastas bien cuidadas, el aire dulce de la canción de rock que sì les gusta. A esa gente de Coyoacán y sus cafés, esa gente de Coyoacán que no se acabe nunca.