lunes, abril 25, 2005

Enemigos a muerte

El cine mexicano ha vivido de las utopias. Primero la utopia de que la década de oro sería para siempre, después la utopia de que sus leyendas seguirían haciendo buen cine, después la utopia de que el gobierno apoyaría bien al arte y finalmente una utopia de un nuevo cine mexicano. (Tal vez esta parezca sí, convertirse en una realidad). Primero la década de oro se acabó al terminar la segunda guerra mundial y volver autores, directores y sobre todo el capital a sus lugares de origen. Después, se nos mató Pedro Infante, se nos murió Jorge Negrete, desfilaron a la tumba los Hermanos Soler y nuestra abuelita del alma, Sara García se nos fue después de participar en telenovelas de no pocos recuerdos.
Luego llegó el aparato gubernamental para "apoyar" la realización del cine mexicano. Y nos llegó entonces la época de las ficheras y los contrabandistas. Me encanta en particular este cine mexicano por utópico y sensacionalista donde los maleantes malos son malos pero tan malos que hasta tienen pésima puntería y las mujeres, además de ser buenas mujeres: luchones, peleadoras, orgullosas y altivas, también están bien pero bien buenas.
El cine de los setentas tuvo, creo, dos máximos exponentes en su haber: las cintas de Lola "la trailera" (llévadas al éxtasis por una Rosa Gloria Chagoyan que lindaba entre estar buena y estar llenita nomás) y a los hermanos Almada quienes al menor pistoletazo armaban una persecusión por terrenos agrestes donde los lincoln, Malibú y lebarón que manejaban uno juraba se iban a desgarretear en cualquier momento. Me encantan las películas de Lola la trailera por novedosas y técnicas. Sólo de imaginar esos trailers andando a más de cien kilómetros por hora en el campo y levantando polvaredas me eriza la piel. Y si a eso le agregamos a una Lola que siempre lleva una pañoleta en la frente y le dice a su madrina que ya están por alcanzar al siguiente trailer simplemente uno como espectador sabe que estamos ante la gran heredera del surrealismo que tanto gustó en las Películas del Santo.
Los Almada se cuecen a parte. Mario y Fernando Aldama nos enseñaron que no hay nada mejor que ser judicial y perseguir bandidos por cunetas y carreteras poco transitables. Me pregunto cuántos de nuestros honorables judiciales crecieron viendo a Los Aldama deteniendo cargamentos de coca después de vaciar cerca de mil cartuchos de bala sobre una cajuela que inexplicablemente no se agujereaba y dijeron, al ver el valor de tan osados judiciales: "Yo quiero ser como ese comandante".
Claro, los guiones eran malos, sacados de no sé qué homenaje al Santo, reitero. Sólo había qué ver a Jorge Rivero haciendose el guapo o a Lola la trailera vestirse entalladamente para después de una carrera irse al antro de ficheras que le tiraban a prostitutas, para darse cuenta que en México falsear la realidad también es un arte. De Lola me quedo con un capítulo en una de sus mútiples partes (Creo que pocas películas mexicanas de la época tuvieron tanto exito como para filmar continuaciónes al más puro estilo de Rocky V), Lola quiere alcanzar el trailer de un gringo. (El Borras sale de mecánico: simplemente actualición deliciosa). La madrina, al ver que se les escapa el gringo maldito, le dice a Lola: "Ahora sí, mijita, agárrese bien". Y luego le pone mezcal al tanque de gasolina.
No sé si los técnicos de PEMEX han verificado el inusual poder del mezcal pero apenas vacía la bebida espirituosa, el trailer de Lola saca lumbre por todos los mofles y se lanza al frente en dos ruedas y gana la carrera.
Me encanta de Los hermanos Almada que siempre defendían el honor de familias o siempre había una venganza qué cumplir. Mi abuelo veía sus películas con harto placer y yo creo que se imaginaba matando gentes a diestra y siniestra como un Almada.
Enemigos a muerte, dirigida por Rubén Galindo Junior y producida por el padre es una de esas películas de la época. Álvaro Zermeño es un justiciero que comparte amor, botines y enemigos con Eduardo Yáñez. Sí, nos cambiaron a Pedro Infante o al Piporro por Álvaro Zermeño y Yáñez. La mujer adorada y dividida es Julieta Rossen que por esa época enseña buena pierna. Zermeño y Yáñez se roban unos diamantes y después de mucho batallar matan a sus enemigos en un final apocalíptico lleno del disparo de pistolas que nunca se cargan y sangre que siempre se contiene por pudor dentro del cuerpo, mientras la Rossen (qué chula estaba la Rossen) está colgada del techo.
Cuando la descuelgan se escucha de afuera: Están rodeados, es mejor que se rindan. Zermeño va y se asoma. Su enemigo, vestido al más puro estilo del padrino, pero a la mexicana, con bigotito caído como aguacero y puro contrabandeado en la Merced, con una capa blanca a pesar del calor, le dice que tienen hasta 30 para entregar las joyas. Nombre, si hay una de maleantes afuera. Zermeño besa a la Rossen y liego Yañez también. Zermeño los mira y dice, pues ya ni hablar. La película termina cuando los tres salen de la casa y de un salto comienzan a disparar y matar a los malitos, como decía el payaso Pipo. Ahí se congela la película. Así termina.
Sí, el cine mexicano ha vivido muchas utopías. La utopía de creer crédulo a su público ha sido la peor de todas. Esas películas eran un ejemplo, salvo algunas, que ser enemigos a muerte del buen gusto y la buena hechura eran factibles. Ni Lola se salva. Sin embargo han dejado secuelas imborrables porque cada que veo un buick negro imagino que alguien va en la cajuela y que es posible, si le pones mezcal al motor de tu Audi, andar a más de 250 kilómetros por hora.