Somos de una tierra. En ella vivimos, a ella le debemos lo que somos. Esta tierra nos ha dado de comer y también nos ha dado nuestros amores, el cobijo en la noche helada. La tierra nos reviste con su identidad, nos configura a su modo, nos marca como los ganaderos marcan las yeguas y las bestias de su propiedad.
El oficio del escritor es antes que nada un oficio de identidad, de encontrar una voz propia. La voz propia del narrador la da su tierra y con ella marca las palabras de sus historias. Un escritor que escribe como Vargas Llosa no es en suma Vargas Llosa. Una poeta que alcanza a veces en sus poemas registros como los de Dulce María Loynaz, no es en suma, Dulce María Loynaz. Lo que los hace verdaderamente originales, tanto a Vargas Llosa como a Dulce María, es, aparte de su técnica y su talento, su regionalidad. Las novelas del peruano no serían lo mismo sin sus serranos, sus piuranos, sin el verde de la selva. Los poemas de la cubana, no serían lo mismo sin esos rasgos de la cubanidad, la exigua referencia a los dioses africanos, la referencia al Camaguey.
Últimamente entre los escritores del norte se ha manejado la idea de irse de sus ciudades como una manera de crecer. Hermosillo, Chihuahua, Tijuana o Monterrey pierden su encanto y las ciudades de los Estados Unidos o la convocatoria defeña llaman y distraen. Lo engañoso es que esta partida no siempre funciona y a veces es mejor quedarse en sus lugares para cimentar la voz y no verla configurada por otras voces. Gente como David Toscana, de Monterrey, decidió quedarse en Monterrey y ahora sus libros son traducidos al serbio, al griego, al rumano. Gente como Cristina Rivera Garza se fue de Matamoros hacia el d.f. y luego a San Diego y ahora sus libros son editados y reeditados y ganan premios. Irse o no irse no debería de ser la cuestión, sino amarrar la voz creativa, documentarla, revestirla y sólo entonces, dejarse caer libremente a las influencias de otras ciudades, otras voces y autores.
Le contaba al respecto Garcia Lorca a Neruda, cuando éste le leía sus poemas con profundo sabor chileno: “Calla, Pablo, que me influencias”. Formar unas voz propia, robusta para embestir y ser embestida fuera de la tierra de origen debe de ser la mejor apuesta. Al fin y al cabo, desde el lugar donde se encuentren: llámese el sur de los Estados Unidos o a un lado del metro Copilco en la ciudad de México, sus escritos siempre tendrán una voz sonorense, chihuahuense o tamaulipeca. Al fin y al cabo siempre será una profunda voz norteña.
El oficio del escritor es antes que nada un oficio de identidad, de encontrar una voz propia. La voz propia del narrador la da su tierra y con ella marca las palabras de sus historias. Un escritor que escribe como Vargas Llosa no es en suma Vargas Llosa. Una poeta que alcanza a veces en sus poemas registros como los de Dulce María Loynaz, no es en suma, Dulce María Loynaz. Lo que los hace verdaderamente originales, tanto a Vargas Llosa como a Dulce María, es, aparte de su técnica y su talento, su regionalidad. Las novelas del peruano no serían lo mismo sin sus serranos, sus piuranos, sin el verde de la selva. Los poemas de la cubana, no serían lo mismo sin esos rasgos de la cubanidad, la exigua referencia a los dioses africanos, la referencia al Camaguey.
Últimamente entre los escritores del norte se ha manejado la idea de irse de sus ciudades como una manera de crecer. Hermosillo, Chihuahua, Tijuana o Monterrey pierden su encanto y las ciudades de los Estados Unidos o la convocatoria defeña llaman y distraen. Lo engañoso es que esta partida no siempre funciona y a veces es mejor quedarse en sus lugares para cimentar la voz y no verla configurada por otras voces. Gente como David Toscana, de Monterrey, decidió quedarse en Monterrey y ahora sus libros son traducidos al serbio, al griego, al rumano. Gente como Cristina Rivera Garza se fue de Matamoros hacia el d.f. y luego a San Diego y ahora sus libros son editados y reeditados y ganan premios. Irse o no irse no debería de ser la cuestión, sino amarrar la voz creativa, documentarla, revestirla y sólo entonces, dejarse caer libremente a las influencias de otras ciudades, otras voces y autores.
Le contaba al respecto Garcia Lorca a Neruda, cuando éste le leía sus poemas con profundo sabor chileno: “Calla, Pablo, que me influencias”. Formar unas voz propia, robusta para embestir y ser embestida fuera de la tierra de origen debe de ser la mejor apuesta. Al fin y al cabo, desde el lugar donde se encuentren: llámese el sur de los Estados Unidos o a un lado del metro Copilco en la ciudad de México, sus escritos siempre tendrán una voz sonorense, chihuahuense o tamaulipeca. Al fin y al cabo siempre será una profunda voz norteña.